Descuido mi tierra volcado en el mundo, vertido en
todas las vidas. Intentando solucionar todos los problemas, jugando a ser Dios
sin serlo
Ayer Jesús contaba la parábola del sembrador: “Si
uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo
sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. Lo
sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en
seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene
una dificultad o persecución por la palabra, sucumbe. Lo sembrado en zarzas
significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción
de las riquezas la ahogan y se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena
significa el que escucha la palabra y la entiende; ese dará fruto y producirá
ciento o sesenta o treinta por uno”.
Un sembrador que es Dios. Un
campo que es mi alma. Una semilla que es su Palabra, su amor, su vida. Mi corazón acoge o rechaza. Se endurece o es tierra
blanda. ¡Cuántas veces he escuchado esta parábola! Y de nuevo hoy tiene otras
resonancias. Su palabra, las cosas que me pasan, sus insinuaciones en mi alma.
Durante el día llega a mí su
presencia como dice hoy el profeta: “Como
bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar
la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y
pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca”.
Jesús busca empapar mi vida con
su Espíritu. Desea que la semilla sembrada en mi corazón crezca y dé su
fruto. Para ello sé que tiene que morir antes, para dar fruto. Sé que la
compañía de muchas piedras no ayuda. Se seca la semilla cuando el terreno es
seco y sin agua. Y trato de interpretar sus palabras. Porque Jesús me habla hoy
a mí con mi lenguaje.
Tal vez hay muchas piedras en
mi interior. Tal vez me falta agua. Es verdad que yo no me dedico a echar
semillas en la tierra. Aunque sé lo que supone cuidar plantas. No siempre me
resulta. Y se me mueren por exceso de agua o por poca agua. Como en el desierto.
Quiero tener más vida en mi
interior, más agua, menos piedras. Y quiero cuidar las
plantas que Dios me ha dado. Soy responsable de esa vida.
Hoy Jesús viene a mí como el
agua cada mañana. Yo intento abrir el corazón para que entre. Procuro que la
tierra esté ablandada, trabajada. Y no endurecida. Lo intento pero no lo consigo. Y su palabra muere a veces antes de
arraigar en mi alma.
Y su palabra cae en el terreno
más superficial de mi vida. Allí donde estoy perdido en
el exceso de móvil, de redes sociales, de mails, de compromisos, de palabras. Allí donde no abunda el silencio.
Donde intento dar respuesta al mundo que se mueve a mi alrededor y dentro de mi
propia alma.
Me veo tan apegado a la vida
superficial, que no logro ahondar para que la semilla anide en el interior y
pueda así crecer con raíces profundas. Lo sé. Él es el
sembrador, y al mismo tiempo el hortelano que trabaja mi campo.
Y yo descuido mi tierra volcado en el mundo. Vertido en
todas las vidas. Intentando solucionar todos los
problemas. Jugando a ser Dios sin serlo. Sin cuidar mi centro donde soy
yo mismo, en mi verdad. Sin cuidar mi descanso y mi paz
del alma. Sin cuidar esa hondonada en la que Dios habita.
Allí donde tantas veces dejo de
mirar para no turbarme ante mi pequeñez y su grandeza. Al ver la desproporción
que existe entre lo que sueño y lo que acaricio torpemente. Lamentando las
pérdidas. La renuncia a otras vidas.
Porque tengo en el alma una insatisfacción permanente. Porque me
hubiera gustado vivir mil vidas y no una sola, la que tengo. Porque quisiera
recorrer mil lugares que no piso. Y conocer mil almas que desconozco. Y amar
mil veces y no sólo algunas. Y entonces quiero otras vidas y la mía propia.
Y Dios que sabe mis deseos pone
en mí una semilla de esperanza. El cielo será increíble. Yo
quiero que la semilla dé fruto en mí. Ahora, para siempre. Pero no
para cambiar la tierra, ni dejar mi vida, ni abandonar mi camino. No es eso. La
elección siempre me hace más libre, más responsable por el camino elegido.
Mi sí es un sí tejido en mi
alma que renuevo cada día. Sí a mi vida como es, a mi alma, a mis sueños. Y
toco la renuncia que pesa al pronunciar mi sí con fuerza. Y acojo la semilla
confiado en que dará fruto. Me dará entonces vida nueva. Pero no otra vida. Mi
misma vida, pero más plena. Esa vida nueva en mi vida sencilla.
Porque la semilla no cambia la
tierra que yo tengo. No altera su color, ni sus propiedades, ni su aspecto.
Pero sí aumenta su hondura. Eso me parece importante al mirar a Dios a los
ojos. No quiero otra tierra, quiero
mi tierra, mi barro, mi arcilla, mi arena, pero más honda.
Quiero esa hondura del jardín
de mi alma. Quiero esa sequedad que tengo y esa humedad santa que a veces
percibo. Quiero el polvo que piso, con sus piedras, y con algunas de sus
zarzas. Pero sé que si dejo crecer la semilla habrá algo nuevo en mi interior,
una nueva vida. Y tendré un fruto que yo ahora mismo desconozco.
Sólo sé que la semilla no
cambia lo esencial de mi vida. Mi tierra sigue siendo la misma, la reconozco,
es la mía. La semilla, simplemente da vida a algo que no estaba antes en la
tierra. Pero algo que sin mi tierra no tendría vida por sí solo.
La semilla necesita mi tierra.
Y yo necesito la semilla. Para tener más paz, más vida, más alegría verdadera,
más esperanza. Esa mirada sobre la semilla me conmueve. Cada día vuelve el
sembrador a sembrar en mi tierra. Cada día vuelve a hacerlo aunque yo no esté
atento. Quiero regar mi tierra con el
poder del Espíritu. Es mi sueño.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia