El más endurecido, el más vicioso de los criminales
era el que san José Cafasso más amaba
Cuando vas a conocer a los
santos de la Italia del siglo XIX, a veces parece que todos los que se
encontraban con san Juan Bosco lo veían como envuelto por un halo. Pero incluso
Bosco necesitaba a alguien a quien mirar, y encontró a ese mentor en san José Cafasso
(1811-1860), el sacerdote de la horca.
El
día en que Bosco, con 12 años, conoció a Cafasso, corrió a casa para decirle a
su madre que había conocido a un santo. Más tarde, le pedirá a Cafasso que sea
su director espiritual, y durante
25 años el fundador de los salesianos (que hoy son más de 30.000) se sometió a
la autoridad y dirección del padre José Cafasso.
Bosco
difícilmente habría podido elegir un modelo mejor. Aunque sólo tres años mayor
que él, Cafasso había sido santo desde la infancia. Se ha dicho que nadie que
lo conoció pudo recordar que alguna vez hubiera cometido un pecado.
Era
pequeño y tenía una espina dorsal torcida, pero estaba lo suficientemente sano
y se movía rápidamente por el seminario antes de ser ordenado a los 22 años. Su poder como predicador rápidamente se
hizo evidente. Aunque
no causaba impresión el mirarle, su voz hacía que la gente estuviera encantada
mientras predicaba el desesperado amor de Dios por cada alma.
Fue
la habilidad del padre Cafasso en el confesionario que realmente lo definió. Se decía que tenía un carisma de consejo
que le hacía hablar de las necesidades exactas del penitente, dejando a los
pecadores endurecidos llorando de alegría por la misericordia de Dios.
Esto
también era evidente en su trabajo con los presos.
Aunque pequeño y débil, el Padre Cafasso no dudaba en enfrentarse a los más
aterradores.
Una
vez (por inspiración del Espíritu Santo), agarró
a un inmenso preso por la barba y le dijo que no lo dejaría ir hasta que el
hombre confesara sus pecados.
Comenzó,
torpemente, impulsado por el coraje y el ardor del sacerdote. Al poco rato, el
penitente lloraba. Salió
del confesionario alabando a Dios. Dijo a los demás prisioneros que nunca había
sido tan feliz en su vida y los convenció a todos para que fueran a confesarse
también.
Cafasso
pasaba varias horas al día en las diversas cárceles de Turín y, a menudo,
regresaba a sus pobres alojamientos cubierto de piojos, a los que llamaba
“plata viva y riqueza en movimiento”.
Nadie
parecía inmune al amor que mostraba ni a su exhortación. Después de haber
ganado el corazón de un hombre especialmente difícil, el pecador arrepentido
temía que nunca pudiera ser salvado. “¿Quién podrá arrebatarte de mis manos?”,
le dijo Cafasso. “Aunque
estuvieras en el vestíbulo del infierno, y si quedara afuera sólo un cabello de
tu cabeza, eso sería suficiente para que te arrastrara de las garras del diablo
y te llevara al cielo”.
El
más endurecido, el más vicioso de los criminales era el que él más amaba.
Acompañó a más de cinco docenas de sentenciados
a muerte, trabajando no sólo para que se arrepintieran sino
para hacerlos santos. Rezó con estos hombres, oyó sus confesiones, ofreció misa
por ellos y los acompañó al patíbulo. Incluso prometió que si ofrecían sus
ejecuciones al Señor, irían directamente al cielo.
Aunque
Cafasso había sido santo desde la más tierna infancia, nunca despreció a los
prisioneros, haciendo hincapié siempre en la misericordia de Dios y en su
alegría al recibir con un abrazo a los grandes pecadores.
“Cuando
escuchamos confesiones, nuestro Señor quiere que seamos cariñosos y compasivos,
que seamos paternales con todos los que vienen a nosotros, sin
referencia a quiénes son o qué han hecho”, escribió. “Si rechazamos a alguien,
si alguna alma se pierde por nuestra culpa, se nos dará cuenta de que su sangre
estará en nuestras manos”.
Además
de pasar horas cada día en el confesionario,
en la cárcel y en oración,
el Padre Cafasso era un profesor muy respetado que instruía a los
jóvenes sacerdotes en la predicación y la teología moral, y un escritor prolífico. Era conocido por ser el
último en la capilla cada noche y el primero allí cada mañana, celebrando la
misa a las 4:30 de la madrugada.
Cafasso había hecho un voto de
no perder tiempo y sus contemporáneos estaban
desconcertados por su capacidad de lograr tanto mientras pasaba tantas horas en
oración. Cuando se le preguntó si no estaba desgastado por su arduo trabajo y
penitencias, Cafasso respondió: “Nuestro descanso será en el cielo. ¡Oh, cielo, el que piensa en ti no sufrirá cansancio!”.
Al
final, su ayuno y diligencia lo alcanzaron. Murió a la edad de 49 años,
totalmente desgastado por una vida de servicio a los pecadores.
El
23 de junio se celebra la fiesta de san José Cafasso. Pidamos su intercesión
por los prisioneros, pecadores no arrepentidos, y aquellos que tratan de
llevarles el amor de Cristo. San José Cafasso, ¡ruega por nosotros!
Meg Hunter-Kilmer
Fuente: Aleteia