Hoy
concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de
Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia
del Espíritu Santo
Él
es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu creador, que crea
siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en
la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo
nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés
el Espíritu bajó del cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se
dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu
Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de
Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada
uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y
a todos reúne en unidad.
En otras palabras, el mismo Espíritu crea la
diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y
unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e
imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que
florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza
la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad
a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al
Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera,
aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia.
Para
que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos
tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin
unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y
partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando
nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o
aquellos que siempre tienen razón. Entonces se escoge la parte, no el todo, el
pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos
«seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu;
cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes
inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y
agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad. En cambio,
la tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin
embargo, de esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación
de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la
unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san
Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3, 17).
Nuestra
oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de
aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las
preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la
unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las
envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa
ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que
sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta,
en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.
Y
llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado, en la primera vez que se
aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis
los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 22-23). Jesús no los condena,
a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da
el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en
primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este
es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de
la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor
más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que
refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón
da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El
Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras
vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que
cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El
Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón
ofrecido y recibido, de la misericordia divina que se hace amor al prójimo, de
la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar
de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac de
Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el
perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea
cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la
caridad.
Pidámoslo
al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a
menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios,
Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a
la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el
agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva
nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos
perdonas. Amén».
Fuente: Radio Vaticano