Puedo hacer de repente lo
que nunca antes he hecho, y mi mirada se vuelve más pura...
Me
da pena que pase la Pascua tan súbitamente sin apenas vivir de nuevo la fiesta
del Espíritu. En Pentecostés se llenó mi corazón de vida. Y mi alma se abrió
por su misma herida a una vida más plena. Me asusta pasar de largo por el
camino. Me da miedo dejar que las oportunidades de convertirme se me escapen.
Quiero
dejar que en mí brote la vida nueva. No quiero dejar pasar de largo el Espíritu
que todo lo renueva. No me olvido de los dones que me dan la vida.
Decía
el padre José Kentenich: “Si luchamos por
ser realmente pobres, apoyados sólo en las virtudes de la fe, esperanza y
caridad, quizás sólo lleguemos al grado de pobreza que supone evitar todo
derroche grave. Pero la pobreza de la que habla la bienaventuranza sólo se da
como fruto de los dones del Espíritu Santo. Esta es la diferencia entre
virtud y don”.
La
virtud no me lleva tan lejos como el don del Espíritu. A veces pienso que el
Espíritu solo saca brillo de los dones que ya hay en mí. Hace lucir mis
virtudes. Pero es mucho más que eso. Es una fuerza de lo alto que reafirma
la fuerza de mi interior.
Más
todavía. Es verdad que fortalece mi ánimo enfermo cuando viene sobre
mi carne herida. Lo sé, tengo más fuerza. El Espíritu me desvela lo oculto que
hay en mi alma. Me revela ese camino que quieren seguir mis pasos. Sé que me da
esperanza cuando desespero de la vida que sigo.
Y
también creo que me da los carismas que no poseo. Algo totalmente nuevo en mi
tierra baldía. Puedo hacer de repente lo que nunca antes he hecho. Y mi
mirada se vuelve más pura, más limpia, más inocente. Y dejo de dudar frente a
la vida. Y confío de nuevo. Y la paz vence mis miedos. Y me lleno de sonrisas
dentro del alma. Y abro con mano firme los muros de mi alma para dejar entrar
un aire que todo lo renueva.
Creo
en ese Espíritu que me enseña a vivir de nuevo. Me da luz en medio de
la noche. Calma mi ira y mi rabia cuando me frustro. Me confía misiones
imposibles, aparentemente. Me libera de todas mis cadenas cuando caigo
atrapado.
Creo
en ese Espíritu que me consuela siempre cuando me encuentro triste y dolorido.
Robustece mis pasos cuando me siento débil. Me da sabiduría para saber
discernir entre el bien y el mal, o entre dos bienes. Me regala la prudencia
para caminar en medio de mis decisiones, sin turbarme, sin perder la paz. Me
muestra mi verdad sin tapujos y me hace ver el valor de mis decisiones. Me
revela el lugar escogido para mí, mi vocación, mi tierra.
Leía
el otro día: “No concierne a la
piedra buscar su lugar sino al Maestro de obras que la ha escogido”. Soy
la piedra de esa catedral que construye Dios con mi vida. No conozco los planes
de la catedral. Sólo soy una piedra. Pero no elijo yo, es Dios quien me elige y
me viene a buscar.
Creo
en ese Espíritu que me muestra el sentido de mi vida. Ese Espíritu que me
muestra el lugar que Dios ha pensado para mí en medio de otras muchas piedras.
El
maestro de obra elige mi lugar, mi destino, determina mis días, prepara el
terreno para que dé buen fruto. Yo sólo acepto alegre el lugar que Dios me
pide. Y sonrío.
Comenta
el papa Francisco hablando del Espíritu Santo: “¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida y también
todos los días? ¿Pido esta gracia?”. El Espíritu hace surgir en mí
preguntas y me hace descubrir respuestas. Quiere que aprenda a elegir. A
discernir. No siempre es fácil. Pero sé que es posible encontrar el camino
verdadero si me dejo conducir por el Espíritu.
Leía
el otro día: “Vivir es igual que querer y
poder luchar. Poder ser felices, con una felicidad que no se apague ni deje de
crecer nunca. Basta convencerse de que el laberinto de nuestros sentimientos
tiene un camino que dará con la salida, que será muy placentera y seguirlo”. Una
salida cuando mis sentimientos se enredan y no encuentro luz. Un camino en el
que desbrozar los bosques por los que me pierdo.
Me
gusta la idea de ese camino trazado ante mí. En el interior de mi alma. Por
donde voy y vengo. Basta con saber cómo seguir para no perder las flechas que
me orientan. El Espíritu me da su luz.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia