Audiencia
General del último miércoles de abril
“A lo largo el camino, la promesa de Jesús: Yo
estoy con ustedes, nos hace estar de pie, erguidos, con esperanza, confiando
que el Dios bueno está ya trabajando para realizar lo que humanamente parece
imposible, porque el ancla está en la orilla del cielo”, con estas palabras el
Papa Francisco explicó en la Audiencia General del último miércoles de abril,
que Cristo al resucitar nos hace una promesa que da esperanza: “Yo estaré
siempre con ustedes, hasta el fin del mundo”.
Continuando su ciclo de catequesis sobre “la esperanza”, el Obispo
de Roma señaló que, en el Evangelio de Mateo se evoca el anuncio profético que
encontramos al inicio, es decir, el del Emanuel, que significa: Dios con
nosotros. “Dios estará con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo,
alentó el Pontífice, Jesús caminará con nosotros: todos los días, hasta el fin
del mundo”. Todo el Evangelio está contenido entre estas dos citas, precisó el
Papa, palabras que comunican el misterio de Dios cuyo nombre, cuya identidad es
estar-con: no es un Dios aislado, es un Dios-con nosotros, en particular con
nosotros, es decir, con la creatura humana.
“Nuestro Dios no es un Dios ausente, secuestrado en un cielo
lejano – replicó el Papa Francisco – en cambio es un Dios apasionado por el
hombre, así tiernamente amante de ser incapaz de separarse de él. Nosotros
humanos somos hábiles en arruinar vínculos y derribar puentes. Él en cambio no.
Si nuestro corazón se enfría, el suyo permanece siempre incandescente. Nuestro
Dios nos acompaña siempre, incluso si por desgracia nosotros nos olvidáramos de
Él. En el punto que divide la incredulidad de la fe, es decisivo el
descubrimiento de ser amados y acompañados por nuestro Padre, de no haber sido
jamás abandonados por Él.
Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
«Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Estas últimas palabras del Evangelio de Mateo evocan el anuncio profético que
encontramos al inicio: «A Él le pondrán el nombre de Emanuel, que significa:
Dios con nosotros» (Mt 1, 23; Cfr. Is 7, 14). Dios estará con nosotros, todos
los días, hasta el fin del mundo. Jesús caminará con nosotros: todos los días,
hasta el fin del mundo. Todo el Evangelio está contenido entre estas dos citas,
palabras que comunican el misterio de Dios cuyo nombre, cuya identidad es
estar-con: no es un Dios aislado, es un Dios-con nosotros, en particular con
nosotros, es decir, con la creatura humana.
Nuestro
Dios no es un Dios ausente, secuestrado en un cielo lejano; es en cambio un
Dios “apasionado” por el hombre, así tiernamente amante de ser incapaz de
separarse de él. Nosotros humanos somos hábiles en arruinar vínculos y derribar
puentes. Él en cambio no. Si nuestro corazón se enfría, el suyo permanece
siempre incandescente. Nuestro Dios nos acompaña siempre, incluso si por
desgracia nosotros nos olvidáramos de Él. En el punto que divide la
incredulidad de la fe, es decisivo el descubrimiento de ser amados y acompañados
por nuestro Padre, de no haber sido jamás abandonados por Él.
Nuestra existencia es una peregrinación, un camino. A pesar de que
muchos son movidos por una esperanza simplemente humana, perciben la seducción
del horizonte, que los impulsa a explorar mundos que todavía no conocen.
Nuestra alma es un alma migrante. La Biblia está llena de historias de
peregrinos y viajeros. La vocación de Abraham comienza con este mandato: «Deja
tu tierra» (Gen 12, 1). Y el patriarca deja ese pedazo de mundo que conocía
bien y que era una de las cunas de la civilización de su tiempo. Todo
conspiraba contra la sensatez de aquel viaje. Y a pesar de ello, Abraham parte.
No se convierte en hombres y mujeres maduros si no se percibe la atracción del
horizonte: aquel límite entre el cielo y la tierra que pide ser alcanzado por
un pueblo de caminantes.
En
su camino en el mundo, el hombre no está jamás sólo. Sobre todo el cristiano no
se siente jamás abandonado, porque Jesús nos asegura que no nos espera sólo al
final de nuestro largo viaje, sino nos acompaña en cada uno de nuestros días.
¿Hasta cuándo perdurará el cuidado de Dios en relación al hombre?
¿Hasta cuándo el Señor Jesús, caminará con nosotros, hasta cuándo cuidará de
nosotros? La respuesta del Evangelio no deja espacio a la duda: ¡hasta el fin
del mundo! Pasaran los cielos, pasará la tierra, serán canceladas las
esperanzas humanas, pero la Palabra de Dios es más grande de todo y no pasará.
Y Él será el Dios con nosotros, el Dios Jesús que camina con nosotros.
No
existirá un día de nuestra vida en el cual cesaremos de ser una preocupación
para el corazón de Dios. Pero alguno podría decir: “¿Qué cosa esta diciendo
usted?”. Digo esto: no existirá un día de nuestra vida en el cual cesaremos de
ser una preocupación para el corazón de Dios. Él se preocupa por nosotros, y
camina con nosotros, y ¿por qué hace esto? Simplemente porque nos ama.
¿Entendido? ¡Nos ama! Y Dios seguramente proveerá a todas nuestras necesidades,
no nos abandonará en el tiempo de la prueba y de la oscuridad. Esta certeza
pide hacer su nido en nuestra alma para no apagarse jamás. Alguno la llama con
el nombre de “Providencia”. Es decir, la cercanía de Dios, el amor de Dios, el
caminar de Dios con nosotros se llama también “Providencia de Dios”: Él provee
nuestra vida”.
No es casual que entre los símbolos cristianos de la esperanza
existe uno que a mí me gusta tanto: es el ancla. Ella expresa que nuestra
esperanza no es banal; no se debe confundir con el sentimiento mutable de quien
quiere mejorar las cosas de este mundo de manera utópica, haciendo, contando
sólo en su propia fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho,
encuentra su raíz no en lo atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que
Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Si Él nos ha garantizado
que no nos abandonará jamás, si el inicio de toda vocación es un “Sígueme”, con
el cual Él nos asegura de quedarse siempre delante de nosotros, entonces ¿Por
qué temer? Con esta promesa, los cristianos pueden caminar donde sea. También atravesando
porciones de mundo herido, donde las cosas no van bien, nosotros estamos entre
aquellos que también ahí continuamos esperando.
Dice
el salmo: «Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú
estás conmigo» (Sal 23, 4). Es justamente donde abunda la oscuridad que se
necesita tener encendida una luz. Volvamos al ancla: el ancla es aquello que
los navegantes, ese instrumento, que lanzan al mar y luego se sujetan a la
cuerda para acercar la barca, la barca a la orilla. Nuestra fe es el ancla del
cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada al cielo. ¿Qué cosa debemos hacer?
Sujetarnos a la cuerda: está siempre ahí. Y vamos adelante porque estamos
seguros que nuestra vida es como un ancla que está en el cielo, en esa orilla a
dónde llegaremos.
Cierto, si confiáramos solo en nuestras fuerzas, tendríamos razón
de sentirnos desilusionados y derrotados, porque el mundo muchas veces se
muestra contrario a las leyes del amor. Prefiere muchas veces, las leyes del
egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que Dios no nos abandona,
de que Dios nos ama tiernamente y a este mundo, entonces en seguida cambia la
perspectiva. “Homo viator, spe erectus”, decían los antiguos. A lo largo el
camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con ustedes» nos hace estar de pie,
erguidos, con esperanza, confiando que el Dios bueno está ya trabajando para
realizar lo que humanamente parece imposible, porque el ancla está en la orilla
del cielo.
El santo pueblo fiel de Dios es gente que está de pie – “homo viator”
– y camina, pero de pie, “erectus”, y camina en la esperanza. Y a donde
quiera que va, sabe que el amor de Dios lo ha precedido: no existe una parte en
el mundo que escape a la victoria de Cristo Resucitado. ¿Y cuál es la victoria
de Cristo Resucitado? La victoria del amor. Gracias.
Traducción del italiano, Renato Martinez
Fuente:
Radio Vaticano