"¿Quieres
ir al cielo?", le preguntó una religiosa que le visitó en el hospital.
"Yo ya me siento como en el cielo"
Sebastià
me enamoró desde el primer momento porque era muy inteligente y porque era un
hombre de fe, de una fe razonada, madura, viva, gozosa, en la que tuvo mucho
que ver la formación que recibió en el seminario de los 9 a los 20 años.
Hemos
vivido juntos 51 años y doy gracias a Dios por haberle conocido, por haberle
tenido y por haber formado una familia con él.
La
fe nos ha hecho vivir una vida muy austera, con unión y comprensión y nos ha
dado una actitud muy especial respecto a las enfermedades, que nos esforzábamos
por superar y aceptar. Él me ayudó mucho a cuidar a mis padres en casa, me
acompañó cuando estuve enferma de cáncer.
Practicó
el Evangelio tanto dentro como fuera de casa, con una actitud de servicio,
ternura y disponibilidad permanente.
Fue
a raíz de un control rutinario cuando los médicos le encontraron un mieloma
múltiple, un tipo de cáncer de médula que afecta a la sangre, que le provocó
una intoxicación general. Para combatirlo pudo someterse a un tratamiento
muy agresivo porque, a sus 83 años, disfrutaba de un muy buen estado de salud.
Y después vino la quimioterapia. Parecía que lo superaba, pero él fue el
primero en darse cuenta de que sus fuerzas se acababan.
Por
eso, durante casi tres meses se preparó para irse. Recibió la unción de los
enfermos, preparó las lecturas que quería que se leyeran en su funeral. Le
pidió a un sacerdote que lo presidiera, “y no exageres cuando hables de mí”, le
dijo.
Él
fue el primero que quiso hablar con los hijos, los nietos, el resto de la
familia, los sacerdotes, los amigos,… Era una alegría ver cómo pasaban por la
habitación y hablaban con él. Decía “gracias” y “perdón”, daba consejos,
fórmulas a los nietos para saber luchar,…
A
mí me aseguraba que me amaría, que estaría a mi lado porque creía en la trascendencia
de la vida, y que desde donde estuviera podría intervenir a favor nuestro.
Esta
trascendencia, que para él era un hecho, nosotros la vivimos de una manera
inquietante, pero también confortable porque si él lo veía tan claro, podíamos
estar tranquilos. Físicamente no sufría. Y psicológicamente se sintió
acompañado, querido.
“¿Quieres
ir al cielo?”, le preguntó un día una religiosa del hospital durante una
visita. “Yo ya me siento como en el cielo -respondió él con serenidad-: tengo a
mi alrededor a las personas que me quieren”.
Quiero
aprovechar para agradecer a todas las personas que nos acompañaron durante este
tiempo. Respecto al personal sanitario que nos atendió, tanto en el Hospital
Clínico de Barcelona como en el Sant Hospital de La Seu d’Urgell, la calidad
médica, un diez, la calidad humana, un veinte.
Cuando
su cuerpo dijo basta y ya no podía continuar adelante, se preocupó de su vida
interior, de mostrar que tenía fe, que no tenía miedo a morir, y que su familia
tampoco teníamos que tenerlo, que la vida tiene un límite y hay que
aceptarlo. Dijo que estaba preparado para irse, que estaba en paz con los
hombres y con Dios.
Los
que no estábamos tan preparados para que se fuera éramos la familia, pero
cuando lo entendimos le acompañamos hasta el último momento y sentimos la
presencia del Espíritu Santo que a él le daba esta serenidad, esta paz, esta
esperanza infinita de reencontrarse con el Padre, de reencontrarse con la
familia.
El
funeral también fue una muestra de afecto, de acompañamiento, de oración.
¡Cuántas personas nos hicieron llegar su comprensión, afecto, fuerza; se
agradece muchísimo tener a alguien que te apoya cuando estás en una situación
dolorosa.
Sebastià
quiso que les diéramos las gracias a todos los que nos acompañaron. Concretamente
me había pedido que escribiera una pequeña anotación y la leyera al acabar la
misa exequial. Él siempre me decía que después de irse me continuaría ayudando.
Y ese día, 1 de julio de 2016, noté su ayuda.
Estaba
en la catedral con su cuerpo presente, e interiormente le decía: “No podré dar
las gracias en tu nombre”. Pero cuando llegó el momento, mi nieta -que también
dijo que leería un poema- me miró y sentimos que teníamos que subir al
presbiterio a cumplir la última petición que nos hizo. Y fui capaz de subir,
leerlo y volver a bajar.
Ahora,
en casa, él no está físicamente, pero espiritualmente sí me hace compañía
y continuamos rezando juntos y sí, forma parte de la familia. Muchas veces
le digo: “¡mira esto qué interesante!” y le siento cercano.
Los
nietos hablan del abuelo como si estuviera aquí, de todo lo que ha hecho, lo
que nos ha explicado… “Mira, aquí el abuelo haría esto, aquí diría aquello,
esto lo haría así…”. Y mis hijos han constatado que sienten más cercano a
su padre que cuando vivía aquí. Yo creo que nos ayuda y que un día u otro
nos volveremos a encontrar en el cielo, allí nos espera con la familia.
Si
la trascendencia de la vida es oscura, no evidente, no palpable,
espiritualmente sí la podemos captar, sintiendo que de alguna manera las
personas queridas forman parte de nuestra vida, aunque se hayan ido y no estén
físicamente.
Por
Carme Cerqueda
Fuente:
Aleteia