Una sólida relación ofrece
resistencia a todas las contradicciones
-¡Hola Papás! ¿Cómo
están? ¡En unos momentos les llamo por teléfono!
Mi esposo y yo
leemos en el móvil el lacónico mensaje de nuestro hijo desde una
ciudad distante. Lo recibimos diario y a cualquier hora del día. Es nuestro
más bello estímulo afectivo.
Poco después nos llama
para darnos la noticia de que ha decidido casarse.
Como rasgo muy típico de
su manera de ser, lo hace con precisión de ejecutivo señalando planes y fechas,
puntualizando la de petición de mano como el más orgulloso preámbulo de
tan importante suceso.
A mi esposo y
a mí nos queda más claro que nunca que no puede haber nadie que pueda sustituirnos
en la necesidad concreta que tienen los hijos de aprobación, afecto y
admiración de sus padres durante toda su vida. Y no importa la edad que
tengan.
Así lo vivimos con
nuestro hijo tantas veces en su tránsito hacia la madurez, cuando nos compartía
sus decisiones. En cada una lo hacía siempre con la expresión: “la más
importante de mi vida”.
Y ciertamente lo eran
como propias de su edad: cuando se cambió de equipo de football en
su escuela primaria, cuando ingresó en los boy scouts.
Luego lo serían el momento de seleccionar alguna escuela, la carrera, un
trabajo, el cambio de ciudad, la primera novia…
La “decisión más
importante de su vida” se convirtió en temática mientras ajustaba
sus sueños a la realidad que muchas veces lo confrontó con sus limitaciones,
errores, fracasos en los que, poco a poco, cambiaron sus
reacciones, pasando de “ellos, estos o los otros fueron los
responsables” a “yo fui y soy el único responsable”. Un salto cualitativo
hacia la madurez.
No olvidamos cuando, en
su primera juventud, necesitó hacer resurgir su espíritu abatido
después de una decepción amorosa. Fue una tarea enorme. En aquella ocasión
leímos juntos el hermoso poema de Rudyard Kipling que
resume en versos sus luchas internas por dar el estirón:
Si eres capaz de
mantener firme tu cabeza
cuando los demás pierden
la suya y te culpan.
Si puedes confiar en ti
mismo cuando los demás dudan de ti
e incluso buscan
disculpas para tus dudas.
Si puedes esperar sin
cansarte por la espera
o soportar la mentira
sin caer en ellas
o ser odiado sin dejarte
llevar por el odio…
Y se convirtió en todo
un hombre, para nuestro gran orgullo.
Ahora va a contraer
matrimonio y, en esta nueva decisión, no dejó de decirnos nuevamente: “Ahora
sí, ésta es la más importante decisión de mi vida.”
Mi esposo y yo estamos
convencidos de que tiene toda la razón del mundo, que real y
verdaderamente a excepción de decidirnos por Dios, lo más importante, lo más
trascendental, es esta elección la más importante de la vida, la de decidir
quién será nuestro cónyuge.
Decía mi padre que nadie
tiene la vida asegurada, refiriéndose a que nos puede pasar de todo mientras
fragua nuestro espíritu.
En esa fragua, nuestro
hijo y su futura esposa podrán perder muchas cosas ganadas con esfuerzo, fruto
de ilusionadas decisiones, pero si tienen una sólida relación tendrán la
resistencia para sobrellevar todas las contradicciones.
La suma de sus
voluntades y la fe del uno en el otro les harán dominar su cuerpo y su corazón
para cumplir siempre con su deber de amor, aunque estén agotados en medio de
las pruebas.
Y siempre podrán
volver a empezar con la misma ilusión.
Es así porque el
amor tiene el poder de vivificar la vida reorganizándola, no de cualquier
modo, sino haciéndola brotar desde adentro y en medio del resto de lo que
se vive, para comenzar una y otra vez, en su propio espacio, en su propio
tiempo, en su propia historia.
El buen amor vivifica la
vida y la puede hacer brotar en medio de la más dolorosa pérdida, del humano
cansancio en la lucha por la subsistencia o entre los mil alfilerazos que
brotan de las contradicciones y claroscuros de lo ordinario.
El buen amor jamás entra
en bancarrota porque es la luz y el calor del alma que convierte al cuerpo del
que ama en mil diferentes signos sensibles de don y acogida.
Nuestro hijo ha tomado
“la decisión más importante de su vida” al decidirse por quien será su esposa y
compañera de por vida, porque lo que le enseñara el amor no ha de surgir desde
fuera, del entorno circundante, sino de dentro de la naturaleza que varón y
mujer aúnan y comparten íntimamente.
Por ello, el buen amor
es capaz de generar su propio tiempo, su propio espacio, su propia
historia… Y de perdurar para siempre.
La educación para la
vida nace en la familia. De ello dan testimonio las generaciones de
un árbol familiar que hablan de una vocación humana realizada en el matrimonio
por la que la sociedad crece y se renueva en un ciclo vital: mejores familias,
mejores hijos, mejores personas, mejor sociedad.
Orfa
Astorga
Fuente: Aleteia