Retornar a nuestro Dios, dicho llanamente. Volverse a Él. En esto consiste el secreto de la conversión.
Cuando Juan Bautista aparece como Precursor de
Cristo, ofrece un bautismo en el Jordán invitando a la conversión del corazón.
Su predicación es dura, exigente, en línea con los antiguos profetas que
exhortaban un cambio radical de vida para huir de la ira inminente de Dios. Las
imágenes que utiliza Juan son muy expresivas: el hacha está puesta en la raíz
del árbol, el que no dé fruto será talado y echado al fuego. También se sirve
de la imagen del bieldo que separa la paja del trigo, para echar la paja al fuego
y llevar el trigo al granero. Son imágenes propias de las amenazas proféticas
que buscan llevar al hombre a la verdadera conversión.
El uso de tales imágenes responde a la facilidad
con que el hombre pretende huir de la conversión. Así lo dice el Bautista a los
fariseos que acudían a bautizarse como si fuera un rito exterior sin
correspondencia con la actitud interna del corazón. Juan Bautista no duda en
desenmascarar la hipocresía de esta conducta. Les llama «raza de víboras», y
les interpela con fuerza: «¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo
inminente? Dad el fruto que pide la conversión» (Mt 3,7-8).
De nada sirve el bautismo -viene a decir- si el
corazón no se pliega a las exigencias de la verdad de Dios y da frutos dignos
de conversión, porque Dios es capaz de sacar de las piedras hijos de Abrahán.
Ni siquiera este título, que se daban los fariseos y saduceos, les valía ante
Dios si su conducta no cambiaba de rumbo.
No es fácil convertirse. Más aún: es imposible
sin la gracia de Dios. El hombre es muy hábil para acomodarse a su innato
egoísmo. Nos acostumbramos al pecado, cualquiera que sea su forma. Es preciso
que la gracia de Dios nos golpee con fuerza y arranque el corazón de piedra
para sustituirlo con un corazón de carne. Precisamente esta es la misión del
Adviento: conducirnos a la conversión profunda de nuestras actitudes. Retornar
a nuestro Dios, dicho llanamente. Volverse a Él. En esto consiste el
secreto de la conversión.
Juan Bautista anuncia que detrás de él viene uno
más grande que él, capaz de realizar esta conversión perfecta del corazón
porque viene con un bautismo distinto: el del fuego del Espíritu Santo. Jesús
viene a purificar al hombre, a transformarlo con su gracia, a recomponer su
naturaleza caída. Juan es el Precursor; Jesús es el Mesías. Juan prepara; Jesús
realiza y cumple la promesa. Juan nos advierte del castigo con la palabra y nos
lava con agua; Jesús nos purifica con el fuego de su misericordia. Pero los dos
bautismos, el de Juan y el de Jesús no son ritos mágicos que actúan al margen
de la libertad del hombre. Hay que dar el paso a la conversión con nuestra
libertad humana. Dios no nos salva en contra de nuestra voluntad. Nos perdona,
sí; pero nos quiere activos en el arrepentimiento. Purifica nuestro corazón,
pero hemos de humillarnos y suplicar el perdón. Dios respeta la libertad del
hombre. San Agustín decía: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Y
este es el gran dilema y trabajo del hombre: salir de sí mismo, retornar al
Padre, desandar el camino de la infidelidad y de la huida de la Verdad. Todos
sabemos, por experiencia, que este trabajo no es fácil. Se trata de circuncidar
el corazón, no la carne. Por eso necesitamos profetas como Juan que nos pongan
ante la verdad de nuestra vida. Necesitamos dar el fruto que exige la
conversión y no contentarnos con ritos externos, vacíos de sentido, aunque los
hagamos en la Iglesia. La venida de Dios es inminente. Nadie puede ocultarse a
su mirada de amor. Hay que mirarle a la cara, sin temores infantiles que nos
lleven a la huida, al ocultamiento. Cara a cara, como hizo Jesús con los
pecadores.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia
