Desde que el
mundo es mundo, la especie humana ha debido luchar por su supervivencia. La
necesidad es la condición normal del ser humano, y tratar de satisfacerla, uno
de los instintos más fuertemente enraizados. Pero, hoy, algo extraordinario se
ha producido en el mundo desarrollado. Por primera vez en la Historia, las
sociedades como un todo están confrontadas a problemas no más de penuria, sino
de sobreabundancia.
Vivimos, hasta ahora –no sabemos qué modificaciones
podrá traer la crisis financiera actual– en una economía de excedentes donde
casi todos los sectores de actividad, antiguos y nuevos, sufren de una
sobrecapacidad. Hay tantos automóviles en circulación que casi ya no hay
espacio para conducirlos. Tenemos tanto para comer que sufrimos de una epidemia
de obesidad. Hay tantas cosas para comprar, para ver y para hacer, que no
encontramos tiempo para disfrutarlas. Nos entusiasmamos por un momento con el
nuevo celular, ipod o ipad, para dejarlo de lado y correr a adquirir el más
reciente “avance” tecnológico.
¿Demasiado de todo? Esa era la utopía que nuestros
antepasados perseguían, sin gran esperanza de conseguirlo. ¿Entonces, por qué
no somos netamente más felices?
De hecho, las “encuestas sobre la felicidad”
realizadas hace algún tiempo en Estados Unidos, Gran Bretaña y en Europa
continental muestran que el nivel de felicidad frecuentemente ha disminuido en
el curso de los 30 últimos años.
El verdadero y permanente problema del hombre es
pensar que encontrará su felicidad en los bienes materiales.
“Ad majora natus sumus”. Hemos nacido para cosas
mayores.
San Agustín, en sus célebres Confesiones, dice
dirigiéndose a Dios: “Nos criasteis para Vos, y está inquieto nuestro corazón
hasta que descanse en Vos”.