Amar duele, perder
hiere, morir mata
Reconozco que me gustan las fiestas que
me hablan de luz y de esperanza. Sin pretender negar el dolor de la muerte y de
la pérdida.
Tiene algo el otoño de pérdida, de
ausencia, de nostalgia. Esas hojas que caen ante mis ojos. Sin poder yo
impedirlo. La muerte anticipada de una vida que sueña con ser eterna. Mis caminos se llenan de hojas muertas. Y
el corazón sufre.
A veces me acostumbro a las pérdidas y
quiero consolar con palabras que no consuelan. Sigo caminando. No miro a los lados.
Y se me escapan palabras de consuelo. No te preocupes. Déjalo pasar. No le des
importancia. La vida sigue. El tiempo ayuda,…
Como si mis palabras tuvieran el poder de
cambiar el ánimo, aliviar el corazón roto, sanar la herida que duele. Como si
mis palabras cambiaran el pasado, el presente o el futuro. Y no lo logran. Quieren ser palabras de consuelo. Sólo
eso.
Pero no puedo remediar el llanto, evitar el dolor, secar las lágrimas,
eludir la angustia. No sólo es que no pueda, en realidad no quiero. Porque es bueno echar de menos, perder y llorar,
dejar de hacer y sufrir, no estar y lamentarlo, tener nostalgia y añoranza, no
poder ir y sufrir por ello.
Es bueno saber lamentarme en las
pérdidas, llorar en las muertes, angustiarme en la enfermedad, en esa situación que no controlo, ante
los futuribles que se me escapan. La vida
es esa unión imperfecta de llanto y alegría, de noche y día, de
oscuridad y luz.
El otro día leía: “La respuesta perfecta no existe en este
mundo tan caótico y emocional. La perfección está fuera del alcance de la
humanidad. En todo momento esplendoroso de felicidad hay una gota de veneno. La
certeza de que el dolor volverá. Sé
sincero con tus seres queridos, muéstrales tu dolor. Sufrir es tan humano como respirar”.
No quiero eludir el dolor en mi vida ni
en la de nadie. Quiero besar la luz y abrazar la noche.
Tiene la oscuridad algo que forma parte de mi vida. No la eludo. Acepto la luz
y la oscuridad. No puedo evitar la muerte. No puedo negar la vida. No sólo lo
uno. También lo otro. Los dos forman parte de mi vida. Si no aprendo a sufrir
la oscuridad de la noche, no disfrutaré nunca de la luz del día.
Cuando
uno ama sufre mucho más en la vida. Lo he comprobado. Por eso
entiendo muy bien al que no quiere amar, al que no quiere echar raíces, al que
no quiere apegarse a nada. Lo entiendo. Amar
duele. Perder hiere. Morir mata.
Y es mejor pasar de puntillas por la vida
sin hacer ruido.
Sin amar demasiado. Para no temer así la muerte. Para vivir siempre de paso. Pero no es lo que yo quiero.
Tengo pasión por la vida. Y acepto entonces la muerte. Aunque me duela el alma.
Padezco el dolor de la pérdida. Y en mi felicidad hay siempre algo de
nostalgia.
Quiero amar mi vida con pasión. Y sufrir
las pérdidas con toda el alma. No
quiero evitar el dolor. Lo tengo claro. No quiero ocultarlo.
Como si me avergonzara de mis lágrimas. A lo largo de mi vida he comprobado el poder de las lágrimas.
Son la sonrisa del amor.
¡Cuánto bien hace llorar! ¡Qué difícil cuando no puedo dejar caer
en mis lágrimas todo lo que me duele! Abro las puertas del alma y ese río de
nostalgia llena el corazón. Hace
bien sufrir. Hace bien tocar con las manos temblorosas la oscuridad
de la noche.
Tiene algo valioso la oscuridad que
precede a la luz. Algo sanador el dolor rescatado. La alegría que emerge como
un amanecer entre las lágrimas que me quiebran. Ahí, en mi dolor, está Dios
presente.
Como decía el papa Francisco en Cracovia: “¿Dónde está Dios, si en el mundo existe
el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no tienen hogar, que huyen, que
buscan refugio? ¿Dónde
está Dios cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el
terrorismo, las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen
los lazos de la vida y el afecto? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los
que dudan y de los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales
no hay respuesta humana. Sólo podemos mirar a Jesús y preguntarle a Él. Y la
respuesta de Jesús es esta: – Dios está en ellos, Jesús está en ellos, sufre en
ellos, profundamente identificado con cada uno”.
En la noche del alma está Jesús a los
pies de mi cruz. No
me deja en mi oscuridad. No está ausente de mi dolor. Allí me acompaña, me
cuida, me sostiene. Me dice al oído que no tema. Que Él me ama. Que no me
angustie, que Él me sostiene siempre.
Calla ante mis lágrimas, conmovido. No
quiere evitar que sufra. Porque ese
dolor va a ir purificando mi corazón, aunque yo en el presente
no lo entienda demasiado.
Me abraza por la espalda casi sin darme
yo cuenta. Me
alienta y me dice que me ama, que no tema, que se queda a mi lado hasta que
amanezca.
Fuente:
Aleteia