¡CUÁNTO BIEN HACE LLORAR!

Amar duele, perder hiere, morir mata

Reconozco que me gustan las fiestas que me hablan de luz y de esperanza. Sin pretender negar el dolor de la muerte y de la pérdida.

Tiene algo el otoño de pérdida, de ausencia, de nostalgia. Esas hojas que caen ante mis ojos. Sin poder yo impedirlo. La muerte anticipada de una vida que sueña con ser eterna. Mis caminos se llenan de hojas muertas. Y el corazón sufre.

A veces me acostumbro a las pérdidas y quiero consolar con palabras que no consuelan. Sigo caminando. No miro a los lados. Y se me escapan palabras de consuelo. No te preocupes. Déjalo pasar. No le des importancia. La vida sigue. El tiempo ayuda,…
 
Como si mis palabras tuvieran el poder de cambiar el ánimo, aliviar el corazón roto, sanar la herida que duele. Como si mis palabras cambiaran el pasado, el presente o el futuro. Y no lo logran. Quieren ser palabras de consuelo. Sólo eso.

Pero no puedo remediar el llanto, evitar el dolor, secar las lágrimas, eludir la angustia. No sólo es que no pueda, en realidad no quiero. Porque es bueno echar de menos, perder y llorar, dejar de hacer y sufrir, no estar y lamentarlo, tener nostalgia y añoranza, no poder ir y sufrir por ello.

Es bueno saber lamentarme en las pérdidas, llorar en las muertes, angustiarme en la enfermedad, en esa situación que no controlo, ante los futuribles que se me escapan. La vida es esa unión imperfecta de llanto y alegría, de noche y día, de oscuridad y luz.

El otro día leía: “La respuesta perfecta no existe en este mundo tan caótico y emocional. La perfección está fuera del alcance de la humanidad. En todo momento esplendoroso de felicidad hay una gota de veneno. La certeza de que el dolor volverá. Sé sincero con tus seres queridos, muéstrales tu dolor. Sufrir es tan humano como respirar”.

No quiero eludir el dolor en mi vida ni en la de nadie. Quiero besar la luz y abrazar la noche. Tiene la oscuridad algo que forma parte de mi vida. No la eludo. Acepto la luz y la oscuridad. No puedo evitar la muerte. No puedo negar la vida. No sólo lo uno. También lo otro. Los dos forman parte de mi vida. Si no aprendo a sufrir la oscuridad de la noche, no disfrutaré nunca de la luz del día.
Cuando uno ama sufre mucho más en la vida. Lo he comprobado. Por eso entiendo muy bien al que no quiere amar, al que no quiere echar raíces, al que no quiere apegarse a nada. Lo entiendo. Amar duele. Perder hiere. Morir mata.

Y es mejor pasar de puntillas por la vida sin hacer ruido. Sin amar demasiado. Para no temer así la muerte. Para vivir siempre de paso. Pero no es lo que yo quiero. Tengo pasión por la vida. Y acepto entonces la muerte. Aunque me duela el alma. Padezco el dolor de la pérdida. Y en mi felicidad hay siempre algo de nostalgia.

Quiero amar mi vida con pasión. Y sufrir las pérdidas con toda el alma. No quiero evitar el dolor. Lo tengo claro. No quiero ocultarlo. Como si me avergonzara de mis lágrimas. A lo largo de mi vida he comprobado el poder de las lágrimas. Son la sonrisa del amor.

¡Cuánto bien hace llorar! ¡Qué difícil cuando no puedo dejar caer en mis lágrimas todo lo que me duele! Abro las puertas del alma y ese río de nostalgia llena el corazón. Hace bien sufrir. Hace bien tocar con las manos temblorosas la oscuridad de la noche.

Tiene algo valioso la oscuridad que precede a la luz. Algo sanador el dolor rescatado. La alegría que emerge como un amanecer entre las lágrimas que me quiebran. Ahí, en mi dolor, está Dios presente.

Como decía el papa Francisco en Cracovia: “¿Dónde está Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo, las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos de la vida y el afecto? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan y de los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales no hay respuesta humana. Sólo podemos mirar a Jesús y preguntarle a Él. Y la respuesta de Jesús es esta: – Dios está en ellos, Jesús está en ellos, sufre en ellos, profundamente identificado con cada uno”.

En la noche del alma está Jesús a los pies de mi cruz. No me deja en mi oscuridad. No está ausente de mi dolor. Allí me acompaña, me cuida, me sostiene. Me dice al oído que no tema. Que Él me ama. Que no me angustie, que Él me sostiene siempre.

Calla ante mis lágrimas, conmovido. No quiere evitar que sufra. Porque ese dolor va a ir purificando mi corazón, aunque yo en el presente no lo entienda demasiado.

Me abraza por la espalda casi sin darme yo cuenta. Me alienta y me dice que me ama, que no tema, que se queda a mi lado hasta que amanezca.

CARLOS PADILLA ESTEBAN


Fuente: Aleteia