El anhelo
de Pablo: llevar el Evangelio a todos, para que todos lleguen a ser
reconciliados con el Padre
¿Cómo afrontaría san
Pablo el diálogo interreligioso? ¿En qué manera hablaría sobre Jesucristo en el
mundo pluralista en el que hoy vivimos?
La respuesta puede encontrarse de modo bastante sencillo: san Pablo actuaría hoy como actuó en el mundo (también pluralista) en el que le tocó anunciar el Evangelio.
En primer lugar, san Pablo viviría hoy en una profunda actitud “eclesial”, unido a san Pedro y sus sucesores (los Papas), y a los apóstoles y sus sucesores (los obispos). Su trabajo encajaría plenamente en esa unidad profunda que nace de la misma fe, de la misma esperanza, de la misma caridad, porque somos un mismo cuerpo al participa de un mismo pan: Jesucristo (cf. 1Co 10,17).
En segundo lugar, san Pablo buscaría predicar a Jesucristo a través de todos
los medios que tuviera a su alcance. Antes hablaba a viva voz o escribía
cartas; viajaba a pie, cabalgando o en barco. Hoy se movería en un tren o en un
avión; seguiría usando la palabra oral y escrita, y la haría oír en la
televisión y la radio, en internet y en la prensa diaria.
También hoy, como en su tiempo, sus palabras encontrarían el rechazo de muchos.
Pero ello no frenaría el arrojo misionero de Pablo. “Nosotros predicamos a un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas
para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios” (1Co 1,23-24).
En tercer lugar, san Pablo apoyaría todo su trabajo apostólico en la oración y
la renuncia de sí mismo. Estaría convencido de que debe rendir cuentas a Dios y
no a los hombres (cf. 1Co 4,1-4); por lo mismo, no dejaría de aprovechar
ninguna ocasión para gritar, para predicar, para anunciar que Cristo es el
Salvador del mundo, el Redentor del hombre.
Por eso, abriría su corazón a las indicaciones del Espíritu Santo e iría allá
donde hubiese necesidad del Evangelio. Hablaría sin miedo, con una fuerza
profunda (desde Dios), “a tiempo y a destiempo”, y sabría reprender, amenazar,
exhortar, con paciencia y doctrina, como recomendaba a Timoteo (2Tim 4,1-3).
El grito de su corazón no le dejaría tranquilo: “Predicar el Evangelio no es
para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí
si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16-17).
En cuarto lugar, mantendría vivo, en lo más profundo de su corazón, el anhelo
por sus hermanos, el Pueblo elegido, el Israel de Dios. Gritaría hoy, como hace
casi 2000 años, su amor hacia los judíos. “Hermanos, el anhelo de mi corazón y
mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven. Testifico en su favor que
tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento. (...) Porque el
fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente. (...) Porque, si
confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,1-9).
En quinto lugar, trabajaría a fondo para proteger a tantos cristianos que viven
bajo la amenaza del engaño, de la idolatría, de las ideas vanas, del paganismo.
O que se fijan en la “justicia humana” y olvidan la justicia divina, o que se
cierran al amor para vivir en la amargura de la inmisericordia.
San Pablo lloraría al ver ciudades en las que predicó el Evangelio y que hoy
han dado la espalda a Cristo. Y sufriría al descubrir tantos lugares en los
que, a lo largo de los siglos, cayó la buena semilla y luego pasó, con su furia
destructiva, la mano del maligno para arrebatarla.
Repetiría hoy las palabras que dirigió, con un nudo en la garganta, a los
presbíteros de la iglesia de Éfeso a los que había llamado a Mileto para
despedirse de ellos: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de
la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la
Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo. Yo sé que,
después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no
perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán
hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de
sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de
amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros” (Hch 20,28-31).
En resumen: san Pablo no se contentaría con un diálogo interreligioso sin
verdades, sin compromisos, lleno de azúcar y vacío de contenidos. Desearía, con
todo el ardor de su corazón apasionado, transmitir, gritar, a todos los
hombres, de todas las razas, de las religiones más diferentes, que Cristo murió
en una cruz para salvarnos. Y que resucitó, que ha vencido, que su sacrificio
tiene un valor infinito.
Repetiría a voz en grito lo que escribió a los corintios: “¡Pero no! Cristo
resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque,
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así
también todos revivirán en Cristo” (1Co 15,20-22).
Cristo es la Vida, la Verdad, el Camino. San Pablo lo entendió, lo meditó, lo
predicó. Los que creemos, como él, en Cristo, también debemos sentir una
necesidad profunda de enseñar a todos esa gran verdad, de ayudarles a descubrir
que en Jesús, y sólo en Jesús, está la salvación.
Cristo es “la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el
Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios
tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para
Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en
la tierra y en los cielos” (Col 1,18-20).
Cristo es el centro del Universo, y esa verdad debe ser escuchada por todos:
musulmanes y budistas, confucianos y animistas, hinduistas y ateos. También ha
de ser el centro de nuestros corazones, para que podemos entrar en el camino de
la vida, de la santidad y del amor.
Ese es, en definitiva, el anhelo de Pablo: llevar el Evangelio a todos, para
que todos lleguen a ser reconciliados con el Padre. “Y a vosotros, que en otro
tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras,
os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para
presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él; con tal que
permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la
esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura
bajo el cielo y del que yo, Pablo, he llegado a ser ministro” (Col 1,21-23).
Por: P. Fernando Pascual
Fuente: Catholic.net