La gran
pregunta que surge ante el mal en el mundo: ¿Por qué Dios, si es Todopoderoso,
no lo impide?
¿Dios sabía qué esto pasaría? ¿Sabía que
el ser humano pecaría? Por supuesto que sí, sí lo sabía. Sabía cómo era el
hombre y sin embargo así lo crea. Dios sabe de qué estamos hechos (Sal 103, 14).
¿Y si Dios sabía en su omnisciencia que el hombre sería coautor de tanta
desgracia, dolor y mal, por qué aun así lo crea? ¿Valía la pena crearlo, viendo
lo que ha costado?
No podemos pensar que Dios dejara de
crear al ser humano sabiendo que caería; es como si unos padres de familia que
esperan un hijo decidan abortarlo sólo porque saben que después del nacimiento
algún día tendrá que morir. Un padre de familia sabe que su hijo que se está
gestando cometerá errores, no será perfecto, podrá nacer incluso enfermo
destinado a morir más temprano que tarde, pero aun así lo ama y le permite
nacer porque lo ama.
Una explicación a las anteriores
preguntas la encontramos en la libertad de Dios, otro de sus atributos. La
misma libertad que le trasmite al ser humano al crearlo, como ya se ha dicho
antes, a su imagen y semejanza. Dios puede actuar como quiere, crear éste mundo
u otro; y crearlo aun sabiendo que el hombre que allí podría haber pecado.
El misterio de la libertad humana
Está claro en verdad que Dios, creando al
hombre, no podía crearlo sin la posibilidad de que éste se equivocara. El ser humano es libre y por tanto debe
ser responsable de sus actos; no es un robot manejado a control remoto para
obligarlo a obrar el bien o que haya sido programado para hacerlo. Como tampoco el ser humano puede ser
obligado a escoger el mal.
El hecho es que optó por desobedecer a
Dios, optó por el mal, y de hecho lo ha llevado a cabo a lo largo de la
historia porque quedó impregnado con la concupiscencia (inclinación al mal).
Alguno se preguntarán: ¿Pero por qué Dios
no interviene? ¿Por qué no acaba con el mal? O, mejor, ¿por qué no aniquila a
quien hace el mal y, más aun, cuando los destinatarios del mal son los
inocentes? Las preguntas surgen espontáneas, pero no nos olvidemos que el
cambio está en manos del ser humano si se deja ayudar por Dios. Dios no quiere eliminar el mal eliminando
al hombre; lo quiere eliminar reconciliando al hombre consigo mismo.
Dios sabe conciliar, aun después del
pecado del hombre, su omnipotencia con su decisión de crear al hombre libre,
como es Él mismo, de crearlo y darle un co-protagonismo en su obra; y acepta
esto aun cuando contempló la posibilidad de que el ser humano mal interpretaría
la libertad dando origen a muchos males.
“Los ángeles y los hombres, criaturas
inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre
y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así
como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal
físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa
del mal moral, sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura,
y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien” (Catecismo, 311).
Dios no es un vengador
De aquí se deriva que la idea de un Dios
vengador es falsa, es una herejía y contraria a lo que Jesús nos ha revelado. El mal que hay en el mundo no es un
desquite de Dios, simplemente es consecuencia de la equivocada gestión de la
libertad humana.
Dios no se venga, es un contrasentido
pensar que Dios sea así; es más, al hombre perdido y a la humanidad pecadora
Dios le ofrece la posibilidad de arrepentirse y de corregirse: Dios no quiere
la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. El milagro del amor de
Dios también está aquí.
Lejos de constituir un problema más, Dios es el único horizonte dentro del
cual se entrevé la solución al enigma del dolor. Solo la fe,
aunque pequeña y atormentada, abre a la esperanza: “Creemos firmemente que Dios
es el Señor del mundo y de la historia.
Pero los caminos de su providencia nos
son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro
conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Co 13, 12), nos
serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los
dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo
de ese Sabbat (Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la
tierra” (Catecismo, 314).
Jesús no ha venido a quitar el dolor del
mundo, como tampoco ha prometido a los suyos alguna inmunidad; es más, Él lo ha
asumido, lo ha experimentado y le ha enseñado al hombre a darle un sentido: El dolor no debe ser visto como
ausencia de Dios o ausencia de su amor sino más bien como una ocasión para
recurrir a Dios si el dolor es bien entendido y asumido. Incluso el
ofrecimiento del dolor y/o de la cruz nos identifica con Cristo.
Todo cuanto Jesús hizo en obras y
milagros por los que sufrían no es otra cosa que anticipar el mundo futuro,
donde la vida triunfará sobre la muerte, y la esperanza le cederá su lugar a la
nueva realidad querida por Dios. Mientras tanto el creyente experimenta la
tensión entre la apremiante lucha contra el dolor, propio y ajeno, y la
reconciliación con Dios y consigo mismo.
En otras palabras, es necesario
comprometerse con Dios por superar, ya desde ahora, el mal en el mundo de la
naturaleza y en el mundo humano; y hacerlo con la conciencia de que la armonía
cósmica y la perfecta justicia serán una realidad al final de los tiempos.
HENRY VARGAS HOLGUÍN
Fuente:
Aleteia
