¿Nuestra existencia está sometida a un destino que
no podemos cambiar? ¿Dónde queda la libertad del hombre?
1. El
pensamiento cristiano es contrario a la creencia en una fuerza ciega que lleve
al hombre a un fin determinado. Dios ha creado al hombre inteligente y libre, y
por tanto responsable de sus actos. Por ello, el cristiano no debe creer en el
destino, en el sentido de fatalidad, que es un concepto pagano.
La mitología
griega llamaba al destino el Destino de las Moiras (las Parcas de la mitología
romana). Ellas eran la propia condición constitutiva de los diferentes dioses.
Es decir, las moiras atribuían tanto a los dioses como a los hombres sus campos
de acción, sus honras y privilegios. Las moiras fijaban a los seres límites
infranqueables, en este sentido sus decretos eran inamovibles.
Esta
representación, que se encuentra en el “fatum” latino, es anterior al
cristianismo. Difunde la idea de que tras los acontecimientos de la vida hay
algo inevitable, fatal, que sobrepasa la libertad del hombre. Es como si
ciertos hechos y destinos ya hubiesen sido escritos previamente, y que no
pueden ser cambiados.
Pero el
pensamiento cristiano niega que el mundo y que los acontecimientos de la vida
sean producto de una fuerza oscura – unas veces benéfica, otras maléfica – que
se impone a los seres humanos. Para los cristianos, Dios creó el mundo según su
bondad y sabiduría; y quiso hacer que sus criaturas, de acuerdo con sus
capacidades, participaran de su ser y de su bondad (CIC, n. 295).
2. Dotado de
inteligencia y libertad, el hombre debe responsabilizarse de sus decisiones y
actitudes. Así, no puede echar la culpa al destino de las consecuencias de sus
propias acciones.
Dios no sólo ha
creado al mundo y ha dado la existencia a los hombres y a las mujeres. También
les concede la capacidad de contribuir a su obra, o sea, de participar en el
perfeccionamiento y en la armonización del mundo. Él ha dado a los seres
humanos, dotados de inteligencia y voluntad, la dignidad de actuar por sí
mismos, con libertad.
El pensamiento
cristiano confiere tal valor a la libertad del hombre, que afirma que ésta es
“una señal eminente de la imagen de Dios” (CIC, n. 1705). Por tanto, si el ser
humano es libre para actuar según su inteligencia. ¿Cómo podría estar sometido
a decretos preestablecidos sobre acontecimientos inevitables en su vida? Así,
el hombre es siempre responsable de sus actos libres, es decir, debe responder
de ellos ante la comunidad humana y ante Dios.
3. En lugar de creer en el destino, los
cristianos creen en la
Providencia Divina. El hombre fue creado en estado de caminante hacia una
perfección última todavía por alcanzar, junto a Dios. Así, la Providencia
Divina son las disposiciones por las que Dios conduce a su creación hacia esta
perfección.
La perfección final a la que el ser humano
está llamado, en la vida eterna, consiste en participar de la plenitud del amor
que es Dios (CIC, 221). Esta comunión con Dios supera la comprensión y la
imaginación. La Biblia habla de este estado con imágenes: Paraíso, Jerusalén
celeste, casa del Padre, felicidad, luz, vida, paz (CIC, 1027).
Pero aquí en la vida terrena, los hombres y
mujeres han sido creados en estado de camino hacia esa perfección última. En
este camino, Dios no abandona al ser humano a su propia suerte, sino que lo
sostiene, auxiliándolo en la guía de su vida.
Esta relación expresa la dependencia del
hombre respecto de su Creador. Reconocer esta dependencia no significa poner en
entredicho la libertad humana o hablar del destino como fatalidad. Se trata de
un acto de humildad, fuente de sabiduría y libertad, alegría y confianza (CIC
301).
Por tanto, el modo de guiar a sus criaturas
con sabiduría y amor – teniendo como meta la perfección última junto a Dios –
es lo que se llama Providencia Divina.
En este sentido, los cristianos creen que
su destino es acoger esta invitación a vivir la felicidad perfecta con Dios,
respondiendo todos los días a su amor. Como indicaba san Agustín: rezar como si
todo dependiese de Dios, pero actuar como si todo dependiese de uno mismo. En
otras palabras, los cristianos son más felices cuando se confían a la
Providencia Divina. Los cristianos creen y confían siempre en ella.