¿No es hora de dedicarle más tiempo y menos a la pantalla del móvil?
Tal vez me importa demasiado
el qué dirán. El qué pensarán. El qué opinarán. Y sé que es muy cierto eso de: “¡Vanidad de vanidades, todo es
vanidad!”. Y
es verdad. Lo sé. Vanidad es querer quedar siempre bien, caer siempre bien. El
deseo de gustar, de agradar, de contentar, con el que nace el alma.
Es engañoso todo y sólo importa la verdad de nuestra vida,
no su apariencia. No lo que parece, no lo que se muestra. Lo
que de verdad hay es lo que importa.
Vivimos buscando apariencias. Sombras que se esfuman. Reflejos
fugaces. Para matar el rato. Para pasar el tiempo.
No tiene nada malo un juego.
Jugar da alegría, nos entretiene. Ese juego nuevo está captando la atención de
millones de personas. Te hace recorrer las calles mirando la pantalla del
móvil.
Me convierto en buscador de
pokemon que sólo existen en mi realidad virtual. Están donde menos los espero.
Ocultos. Saltan a la luz y yo los cazo, los retengo, los adiestro. Salgo de mi
casa, de mi cuarto, de mi comodidad, de mi soledad, para buscar en cualquier
lugar algún pokemon.
¿Obsesión? Puede ser. La
obsesión de algo que engancha. Es verdad que ya antes de este juego vivo mirando Instagram o el whatsapp o
twitter. Redes sociales, juegos, dependencias.
Veo que ahora este juego
confunde mi mundo real y mi fantasía. Es inofensivo, no lo niego. Pero puedo
acabar buscando pokemon por la vida, en todas partes, en cualquier rincón. Ya no veo la vida sino a través de la
pequeña pantalla de mi móvil. Estoy
solo, yo y mis pokemon. Yo en un mapa buscando sombras.
Tal vez dejo de ver la realidad que me rodea. Me impresiona. Dejo de
jugar el juego real de mi vida para abstraerme en fantasías.
Sé que alguien en algún lugar
ha logrado tener todos los pokemon. Lo ha conseguido. Yo también puedo. Pienso
que así me sentiré mejor, más feliz. No lo sé. ¿Estoy satisfecho con mi vida real?¿La
vida que vivo me hace feliz?
El padre José Kentenich
decía: “El pueblo debe tener alegrías. Si no las
encuentra en Dios, las buscará en el mundo, en las cosas contrarias a Dios”. Quiero aprender a saborear las alegrías
que me depara la vida. Esas alegrías pasajeras. Esa alegría
profunda que se vierte en mi alma gota a gota.
Me gustaría ir por la vida buscando las huellas de Dios. Desentrañando motivos para
estar más alegre. Disfrutando mi vida con pasión. Sonriendo. Riendo.
No quiero vivir sólo buscando
pokemon que no puedo tocar con las manos. Me gustaría más buscar alegrías
ocultas en mi vida. Voces, miradas, palabras. Quiero
descubrir a Dios en un parque, entre los árboles, en el corazón
de alguien a quien quiero.
Con mi mirada encuentro a
Dios en las personas. En la pantalla de mi alma. No en la de mi móvil. No
quiero tener un pokemon más. No lo necesito. Se alegra mi alma. No quiero
despistarme siguiendo huellas en mi pantalla.
Quiero ver a Dios en una conversación, en un momento de silencio,
en un encuentro casual, en una canción, en un libro. Quiero buscar mis pokemon
en la vida real. Es esa la distracción que me saca de mí mismo y me acerca a
los hombres.Quiero
vivir en mi mundo real. Porque es eso lo que llena mi corazón.
Decía el Padre Kentenich: “En toda la educación debe ser tomado
mucho más en consideración el amor afectivo a Dios. La alegría profunda libera
a mi alma de modo extraordinario de las alegrías mundanas. Esto sucede en
la proporción en que las alegrías auténticas encuentren resonancia en la vida
afectiva. Afectos tristes paralizan; la alegría impulsa a la acción”
.
No tengo nada contra mis
pokemon. Me entretienen. Es verdad. Tal vez no llenan mi alma. Pero me
recuerdan algo importante. Si no tengo un amor hondo y verdadero a Dios, si no
cuido esos amores humanos que son escalones al cielo, si no me dejo tiempo para
no mirar más la pantalla y mirar más el alma de los que me acompañan, si no
tengo el corazón lleno de esas pequeñas alegrías… no habrá pokemon suficientes para calmar
mi sed de infinito.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente: Aleteia
