Paulina en el Carmelo
He vuelto un poco atrás
para evocar este delicioso y dulce recuerdo. Ahora quiero hablarte de la
dolorosa prueba que vino a destrozar el corazón de Teresita cuando Jesús le
arrebató a su querida mamá, a su Paulina ¡a la que tan tiernamente quería...!
Un día, yo había dicho a Paulina que me gustaría ser solitaria, irme con ella a
un desierto lejano. Ella me contestó que ése era también su deseo y que
esperaría a que yo fuese mayor para marcharnos. La verdad es que aquello no lo
dijo en serio, pero Teresita sí lo había tomado en serio.
Por eso, ¿cuál no
sería su dolor al oír un día hablar a su querida Paulina con María de su
próxima entrada en el Carmelo...? Yo no sabía lo que era el Carmelo, pero
comprendí que Paulina iba a dejarme para entrar en un convento, comprendí que
no me esperaría y que iba a perder a mi segunda madre... ¿Cómo podré expresar
la angustia de mi corazón...? En un instante comprendí lo que era la vida.
Hasta entonces no me había parecido tan triste, pero entonces se me apareció en
todo su realismo, y vi que no era más que un puro sufrimiento y una continua
separación. Lloré lágrimas muy amargas, pues aún no comprendía la alegría del
sacrificio.
Era débil, tan débil, que considero una gracia muy grande el haber
podido soportar una prueba como aquella, que parecía muy superior a mis
fuerzas... Si me hubiese ido enterando poco a poco de la partida de mi Paulina
querida, tal vez no hubiera sufrido tanto; pero [26rº] al saberlo de repente,
fue como si me hubieran clavado una espada en el corazón. Siempre recordaré,
Madre querida, con qué ternura me consolaste... Luego me explicaste la vida del
Carmelo, que me pareció muy hermosa. Evocando en mi interior todo lo que me
habías dicho, comprendí que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que yo
fuese también a esconderme... Lo comprendí con tanta evidencia, que no quedó la
menor duda en mi corazón. No era un sueño de niña que se deja entusiasmar
fácilmente, sino la certeza de una llamada de Dios: quería ir al Carmelo, no
por Paulina, sino sólo por Jesús... Pensé muchas cosas que las palabras no
pueden traducir, pero que dejaron una gran paz en mi alma.
Al día siguiente,
confié mi secreto a Paulina, quien, viendo en mis deseos la voluntad del cielo,
me dijo que pronto iría con ella a ver a la madre priora del Carmelo y que
tendríamos que decirle lo que Dios me hacía sentir... Se escogió un domingo
para esta solemne visita, y mi apuro fue grande cuando supe que María G.
debería acompañarme, por ser yo aún demasiado pequeña para ver a las carmelitas.
Sin embargo, yo tenía que encontrar la forma de quedarme a solas con la priora,
y he aquí lo que se me ocurrió. Le dije a María que, ya que teníamos el
privilegio de ver a la madre priora, debíamos ser muy amables y educadas con
ella, y que por eso debíamos confiarle nuestros secretos; así que cada una
tendría que salir un momento, y dejar a la otra a solas con la Madre. María
creyó lo que le decía, y, a pesar de su repugnancia a confiar secretos que no
tenía, nos quedamos a solas, una después de otra, con la madre María de
Gonzaga. [26vº]
Después de escuchar mis importantes confidencias, la Madre
creyó en mi vocación, pero me dijo que no recibían postulantes de nueve años, y
que tendría que esperar hasta los dieciséis... Yo me resigné, a pesar de mis vivos
deseos de entrar cuanto antes y de hacer la primera comunión el día de la toma
de hábito de Paulina... Ese día me echaron piropos por segunda vez. Sor Teresa
de San Agustín, que había bajado a verme, no se cansaba de llamarme guapa. Yo
no pensaba venir al Carmelo para recibir alabanzas; así que, después de la
visita, no cesaba de repetirle a Dios que yo quería ser carmelita sólo por él.
Durante las pocas semanas que mi querida Paulina permaneció todavía en el
mundo, procuré aprovecharme bien de ella. Todo los días, Celina y yo le
comprábamos un pastel y bombones, pensando que ya pronto no volvería a
comerlos.
Estábamos continuamente a su lado, sin dejarle ni un minuto de
descanso. Por fin, llegó el 2 de octubre, día de lágrimas y de bendiciones, en
que Jesús cortó la primera de su flores, destinada a ser la madre de las que
pocos años después irían a reunirse con ella. Aún me parece estar viendo el
lugar donde recibí el último beso de Paulina. Luego, mi tía nos llevó a todas a
Misa, mientras papá subía a la montaña del Carmelo para ofrecer su primer
sacrificio... Toda la familia lloraba, de modo que, al vernos entrar en la
iglesia, la gente nos miraba extrañada.
A mí me daba igual, y no por eso dejé
de llorar. Creo que, si el mundo entero se hubiera derrumbado a mi alrededor,
no me habría dado cuenta. Miraba al hermoso cielo azul, y me maravillaba de que
el sol pudiese seguir brillando con [27rº] tanto resplandor mientras mi alma
estaba inundada de tristeza... Tal vez, Madre querida, te parezca que exagero la
pena que sentí... Comprendo muy bien que no debiera haber sido tan grande, pues
tenía la esperanza de volver a encontrarte en el Carmelo, pero mi alma estaba
LEJOS de estar madura y tenía que pasar por muchos crisoles antes de alcanzar
la meta que tanto deseaba...
El 2 de octubre era el día fijado para volver a la
Abadía, y no tuve más remedio que ir, a pesar de mi tristeza... Por la tarde,
nuestra tía vino a buscarnos para ir al Carmelo, y vi a mi Paulina querida
detrás de las rejas... ¡Ay, cuánto he sufrido en ese locutorio del Carmelo...!
Como estoy escribiendo la historia de mi alma, debo decírselo todo a mi Madre
querida, y confieso que los sufrimientos que precedieron a su entrada no fueron
nada en comparación con los que vinieron después... Todos los jueves, íbamos en
familia al Carmelo.
Y yo, que estaba acostumbrada a hablar con Paulina de
corazón a corazón, apenas si conseguía dos o tres minutos al final de la
visita, que, por supuesto, me pasaba llorando, y luego me iba con el corazón
desgarrado... No comprendía que si tú dirigías preferentemente la palabra a
Juana y María, en vez de hablar con tus hijitas, era por delicadeza hacia
nuestra tía... No lo comprendía, y pensaba en lo más hondo del corazón: «¡¡¡He
perdido a Paulina!!!»
Fuente: Catholic.net