Mira la
lección que podemos sacar de este pasaje para nuestra vida…
Tras la Resurrección, Jesús confirmó a
Pedro como el pastor universal de todo su rebaño, la Iglesia. Cuenta el
evangelista san Juan que: “Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que
te quiero.» Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos.»”(Jn 21,15).
Algunas veces el Señor le repitió esta
pregunta a Pedro, y tres veces le dijo: “Apacienta mis corderos”. A ningún otro
apóstol se le dijo esto.
Algunos
Padres de la Iglesia vieron en esta triple confirmación de Pedro como “pastor
del rebaño”, una manera de borrar esas tres veces que Pedro negó tristemente al
Señor diciendo: “¡Yo no conozco a ese hombre!” (Mt 26, 72). Pero, por otro lado, esa triple
repetición era también la forma solemne que el judío usaba en la confirmación
de una misión. Ahí, Cristo daba a Pedro una misión especial, guiar en la Tierra
a su rebaño “que él se adquirió con la sangre de su propio hijo” (Hch 20,28).
Ahí, Jesús instituyó el primado de Pedro, el múnus
petrino, la misión del Papa de confirmar la fe de los cristianos.
Es importante observar que, incluso después de que Pedro negara a
Jesús, tres veces, aún así el Señor no le quitó la guía de su rebaño,
pues ya lo había escogido para eso desde que Andrés, su hermano, se lo presentó
por primera vez: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas – que
quiere decir, “Piedra”” (Jn 1, 42). En la Biblia, cuando Dios cambia el nombre
de alguien, es para darle una misión sagrada.
Siempre me ha impresionado mucho el hecho
que Jesús mantuvo a Pedro al frente de la Iglesia, incluso después de
la vejación de traicionarlo tres veces, en el momento en que Jesús más lo
necesitó. ¿Por
qué no puso a Juan al frente de la Iglesia, si Juan fue el único que se quedó
ahí a los pies de su cruz con las mujeres? Tal vez Juan no fuera el líder
necesario.
Esto muestra cómo es bueno el corazón de
Jesús, cómo es diferente de nosotros. Ciertamente cualquiera de nosotros le
diría a Pedro: “Ya no te quiero, me has traicionado…”. Pero Jesús es diferente,
Él conoce cada alma humana y sabe que la carne es débil. Incluso frente a
nuestro pecado Él no nos abandona, no nos anula y no nos rechaza. Su amor por
nosotros es irrevocable. Él comprende nuestra miseria. San Juan Pablo II dijo
que “seremos juzgados por un Dios que tiene un corazón humano”. Dios confía en
nosotros sin secuelas, es decir, Él confía en nosotros y no se queda mirando lo
que pasó. Esto es un gran consuelo para mí frente a mi miseria. Él sabe que no
soy un “súper hombre”, que yo lucho para superar mis fallas con su gracia
indispensable. Pienso que frente a todo eso, también debemos tomar una actitud
de fe: no podemos quedarnos mirando nuestra miseria, necesitamos entregarla a
Jesús.
Jesús dejó caer a Pedro vergonzosamente
porque necesitaba sacar el orgullo y arrogancia del corazón de su apóstol, y
ese fue el medio. ¿Cómo sabemos eso? San Lucas dice que la noche del jueves
santo, la noche de la traición, Jesús oró por Pedro. “¡Simón, Simón! Mira que
Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti,
para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus
hermanos” (Lc 22,31-32). Jesús
sabía que Pedro sería tentado fuertemente y caería, pero Jesús rezó por él,
para que él no se desesperara como Judas. Por eso él tuvo la gracia de llorar
copiosamente su pecado y ser perdonado por el Maestro.
Cuando Jesús comenzó a decirle a los
apóstoles que esa noche él sería traicionado, Pedro respondió orgullosamente:
“Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte” (Lc 22, 33).
A lo que Jesús respondió: “Te digo, Pedro: No cantará hoy el gallo antes que
hayas negado tres veces que me conoces” (v. 34). Y se llevó a cabo la triple
negación de Pedro. Dice san Lucas que en la casa de Caifás, “el Señor se volvió
y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: ‘Antes
que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces’. Y, saliendo fuera, rompió
a llorar amargamente.” (Lc 22, 61-62). Bastó la mirada de Jesús hacia Pedro…
Sin
duda esta humillación de Pedro frente a su pecado, de su vejación, curó su
orgullo y lo preparó para ser un “humilde siervo del Señor”, como dijo Benedicto XVI al ser elegido
Papa. Sin la humildad no podemos servir a Dios como Él desea, pues Jesús dijo
que “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); y el orgullo nos impide
hacer todo con Jesús, no hace olvidarnos de Él y actuamos sólo por nuestra
cuenta.
Así, Jesús quebró la prepotencia de Pedro
y lo preparó para la gran misión. Él sabe hacer de nuestras debilidades y
caídas, una manera de hacer las correcciones necesarias en nosotros. He visto
esto muchas veces en mi vida, y aún lo veo, gracias Dios.
La Carta a los Hebreos dice que “a quien
ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para
corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios… en orden a hacernos partícipes
de su santidad” (Hb 12, 6-10).
Nuestros
pecados son como abono que Dios sabe usar para hacer crecer en nosotros las
virtudes, de modo especial la humildad. Todos los que ejercen algún liderazgo en
la Iglesia, sea obispo, sacerdote, diácono, laico o religioso, necesita
reflexionar mucho sobre esto. A veces somos autosuficientes y masacramos a los
demás sin darnos cuenta, como si nunca hubiéramos caído. Todos los santos
aprendieron la humildad, y nosotros aprenderemos también como los apóstoles
aprendieron.
Ellos vencieron y nosotros podemos vencer
también. Todos nosotros llevamos un poco de los apóstoles en nosotros. Dejemos
que el Señor nos corrija; no nos desanimemos.
Fuente: Por Felipe Aquino/Aleteia