Él renunció a sí mismo por nosotros;
¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros!
El Papa Francisco presidió ayer mañana la celebración de las Palmas y la
Pasión del Señor desde la Plaza de San Pedro, donde se reunieron miles de
fieles.
En su homilía, el Pontífice aseguró que “la Liturgia de hoy nos enseña que
el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros
poderosos”.
“Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a
salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la
donación, del olvido de uno mismo”, señaló.
A continuación, el texto completo de su homilía:
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la
muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel
entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la
alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo
modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en
nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un
simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del
Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos
reconcilia con el Padre y con nosotros mismos.
Jesús está contento de la
manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos
para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán
las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de
Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la
alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los
lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado
con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la
segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se
despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen
hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de
sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre,
para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado.
Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo»
(v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de
su humillación, que la Semana Santa
nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio
de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los
discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo
que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca
sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar
antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el
amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al
extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso
de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros
huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo.
Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo
violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran
su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena
inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido
injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al
gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su
propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la
responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba,
transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en
lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e
infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales.
La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su
anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en
la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y
confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última
tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y
a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio,
precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico
de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del
paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio
del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado,
llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para
redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay
odio.
Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se
ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un
poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos
cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si
queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos,
estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación,
del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos
días a mirar el Crucifijo, la “catedra de Dios”, para aprender el amor humilde,
que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de
la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar,
olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con
su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la
mirada, pidamos la gracia de entender algo de su anonadación por nosotros;
reconozcámoslo Señor de nuestra vida y respondamos a su amor infinito con un
poco de amor concreto.
Fuente: ACI Prensa
