Sólo cuando acepté mi propio comportamiento
pecador, pude encontrar la suficiente paz interior como para perdonarles
Mi padre se divorció de mi
madre y se casó con la mejor amiga de ella. Estoy simplificando en exceso una
situación compleja, pero básicamente es la verdad. Esta mujer, que fuera una
vez una presencia diaria en mi hogar, que reía y chismorreaba con mi madre al
calor de un café, es ahora familia de mi padre e insiste en que nosotros ya no
lo somos.
En 13 años sólo he visto una
vez a mi padre. Aprovechó la oportunidad de que esta mujer se iba de vacaciones
con sus propios hijos para escabullirse él y venir a conocer a los míos, por
fin. Se le inundaban los ojos de lágrimas al escuchar las historias de mi
familia que se había perdido. Se empapó profundamente de la presencia de mi
familia y de la mía propia y, al final del día, me abrazó fuerte y me prometió
intentar venir otra vez… si podía.
Todavía no ha venido
Después de años de silencio,
hemos progresado hasta conseguir una llamada telefónica ocasional de vuelta a
casa desde la oficina; unas llamadas breves, impersonales y a menudo
interrumpidas por llamadas de ella que, por supuesto, no puede ignorar por
temor a que se entere de que ha vuelto a contactar conmigo.
Durante años, su mujer y yo
hemos intercambiado mucho odio y palabras muy duras. Incluso ahora que los
fuegos de mi animosidad se han enfriado hasta el nivel de una indiferencia
estudiada y después de haberme disculpado por lo que he hecho y por lo que no
he conseguido hacer, ella sigue sin querer que ni yo ni mi familia nos
inmiscuyamos en sus vidas.
Hubo un tiempo en que dudaba
entre qué era más fuerte, si mi odio por la intromisión de ella o mi repulsión
por la debilidad de él. La madre que soy no puede comprender cómo un padre
puede llegar a ceder a la presión de que abandone a sus hijos. Por aquel
entonces yo era mucho más joven, y el tiempo y la realidad de la vida se las
avían para templar casi por completo hasta los fuegos más ardientes e incluso
traen consigo alguna que otra pizca de comprensión.
Hoy en día, cuando pienso en
ellos, me esfuerzo mucho en intentar empatizar con ambos. Debe de hacer falta
una gran cantidad de dolor y de miedo para que alguien se afane tanto en
impedir que un padre vea a sus hijos. Debe de hacer falta también mucho dolor y
mucho miedo para estar dispuesto a renunciar a tu familia por el bien de la
tranquilidad doméstica y personal.
Solía rezar a Dios para que
ablandara sus corazones con respecto a mí, pero hará un año o así que cambié mi
oración. Empecé a rezar por que ablandara mi corazón para con ellos, para que
me diera la sabiduría necesaria para entender sus decisiones y la piedad
suficiente para aceptarlas.
Fue sólo cuando acepté mi
propio comportamiento pecador que pude encontrar la suficiente paz interior
como para perdonarles. Entonces comencé a rezar por ellos y a pedir el perdón
de Dios por mis propios errores.
Ahora, cuando rezo por ellos,
empiezo así: “Querido Señor, bendice por favor a (mi padre y su mujer) y ten
piedad de mí, pecadora”. Puede que no parezca mucho, pero lo es todo. Es un
comienzo.
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