La crisis de interioridad que el hombre padece desde hace tiempo, como denuncia el filósofo Sciacca, le impide entrar dentro de sí con determinación y valentía y preguntarse en primera persona: ¿qué busco?
Es significativo que las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Juan
sean: «¿Qué buscáis?». Al darse cuenta que dos discípulos del Bautista le
siguen, se vuelve y les dirige la pregunta. No es una mera pregunta, pues está
relacionada con el hecho de seguirle.
Y esta circunstancia hace de la pregunta una provocación a tomar conciencia de los motivos por los que le siguen. Como si dijera: ¿Qué buscáis al seguirme? De hecho, los discípulos manifestaron su curiosidad sobre el lugar donde vivía Jesús y contestaron: «¿dónde vives?».

Y esta circunstancia hace de la pregunta una provocación a tomar conciencia de los motivos por los que le siguen. Como si dijera: ¿Qué buscáis al seguirme? De hecho, los discípulos manifestaron su curiosidad sobre el lugar donde vivía Jesús y contestaron: «¿dónde vives?».
Quizás sea mucho decir que estas primeras palabras de Jesús constituyan una
clave para entender el cuarto evangelio. Pero tampoco es descaminado. A lo largo
de su relato, el evangelista ensarta diversas escenas dónde Jesús, de una o de
otra manera, se cuela con sus palabras en los entresijos del alma de los
personajes con quien dialoga: Natanael, Nicodemo, la samaritana, el paralítico
de la piscina, el ciego de nacimiento, Marta, la hermana de Lázaro, Poncio
Pilato; y el fascinante diálogo de Jesús resucitado y Pedro a orillas del lago,
que termina con las últimas palabras que pronuncia Jesús: «Tú, sígueme».
En todos estos encuentros late la pregunta del inicio: ¿qué buscáis? y en todos ellos se explicita el reto que Jesús ha venido a plantear al hombre: Sígueme. Se puede decir que el Hijo de Dios ha querido hacerse el encontradizo con el hombre para dirigirle estas dos palabras: «¿Qué buscas?» y «sígueme». La primera y la última palabra del evangelio.
En todos estos encuentros late la pregunta del inicio: ¿qué buscáis? y en todos ellos se explicita el reto que Jesús ha venido a plantear al hombre: Sígueme. Se puede decir que el Hijo de Dios ha querido hacerse el encontradizo con el hombre para dirigirle estas dos palabras: «¿Qué buscas?» y «sígueme». La primera y la última palabra del evangelio.
El hombre es un buscador insaciable. Busca vivir en plenitud, la felicidad.
Tiene un hueco dentro que necesita llenarlo, como escribe Carlos Murciano en su
soneto autobiográfico: «Palabra que procuro, mas en vano / llenar tu hueco,
rellenar mi hueco».
Debajo de la higuera como Natanael, buscando el agua del pozo, como la samaritana, o echándole en cara a Jesús, como Marta, no haber estado junto a Lázaro para evitar su muerte, el hombre —cualquiera sea su condición y su nombre— está hecho para buscar el sentido de su vida, que no puede acallar con curiosidades más o menos anecdóticas, como aquellos dos primeros discípulos: ¿dónde vives?; o, como la samaritana, que pretendía ocultar su grave problema moral con una pregunta piadosa: ¿en qué monte debemos dar culto a Dios? No. Cuando Jesús inquiere, lo hace en profundidad: ¿qué buscas? ¿en qué dirección camina tu alma? ¿hacia dónde te diriges?
Debajo de la higuera como Natanael, buscando el agua del pozo, como la samaritana, o echándole en cara a Jesús, como Marta, no haber estado junto a Lázaro para evitar su muerte, el hombre —cualquiera sea su condición y su nombre— está hecho para buscar el sentido de su vida, que no puede acallar con curiosidades más o menos anecdóticas, como aquellos dos primeros discípulos: ¿dónde vives?; o, como la samaritana, que pretendía ocultar su grave problema moral con una pregunta piadosa: ¿en qué monte debemos dar culto a Dios? No. Cuando Jesús inquiere, lo hace en profundidad: ¿qué buscas? ¿en qué dirección camina tu alma? ¿hacia dónde te diriges?
La crisis de interioridad que el hombre padece desde hace tiempo, como
denuncia el filósofo Sciacca, le impide entrar dentro de sí con determinación y
valentía y preguntarse en primera persona: ¿qué busco? Se queda en los aledaños
de su ser más íntimo, perdido en la maraña de sus emociones y sentimientos y
volcado en la exterioridad.
¡Qué bien lo describe san Agustín al narrar su propia conversión! «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera de mí, y fuera te andaba buscando. Como un engendro de fealdad, me lanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Y entonces me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tu perfume, aspiré hondo y te deseé. Te gusté, te comí y te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz».
¡Qué bien lo describe san Agustín al narrar su propia conversión! «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera de mí, y fuera te andaba buscando. Como un engendro de fealdad, me lanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Y entonces me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tu perfume, aspiré hondo y te deseé. Te gusté, te comí y te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz».
Cuando los dos discípulos de Juan preguntan a Jesús: «¿dónde vives?», éste
les contesta: «Venid y veréis». En realidad, iban siguiendo a Jesús, pero la
invitación de Cristo les introduce en una forma nueva de seguirle, que consiste
en experimentar dónde vive, es decir, en habitar con él, gustando, comiendo y
bebiendo de él, como dice Agustín de Hipona. Y pasaron de la simple curiosidad a
la experiencia del encuentro con aquel, que, antes de que lo conocieran, ya los
había encontrado.
+ César Franco
Obispo de
Segovia.
Fuente: Obispado de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia