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| El lienzo representa el III Concilio de Toledo, celebrado en la ciudad de Toledo en el año 589. Dominio público |
Imaginemos el siglo IV, apenas unos años después de que el emperador Constantino el Grande otorgara reconocimiento a la Iglesia en el año 313 d.C.. Lejos de la paz, la cristiandad se sumió en la primera y más grande disputa doctrinal que perturbaría a los fieles durante tres siglos: el arrianismo.
Esta no fue una mera discusión teológica abstracta; fue un intento de racionalizar la tradición fundamental de la fe cristiana, despojándola de su misterio central: la relación de Jesucristo con Dios.
Esta disputa, cuyo origen intelectual se rastrea en la tendencia al racionalismo de Siria y la escuela de Antioquía, amenazó con desmantelar la revelación cristiana, pues, de haber triunfado, se habría anticipado al Islam, reduciendo al Hijo Eterno a la categoría de profeta, tal y como explica la Enciclopedia Católica.
El arrianismo toma su nombre de Arrio, un presbítero de Alejandría y libio de nacimiento. ¿Cuál era su tesis central, tan persuasiva y grave a la vez? La Iglesia católica siempre había creído y afirmado que Cristo era verdaderamente el Hijo y verdaderamente Dios, rindiéndole culto con honores y sin separarlo del Padre, cuya Palabra, Razón y Mente era Él.
Arrio, en cambio, negó
que Dios pudiera tener un Hijo en un sentido verdadero. Su doctrina más genuina
sostenía que el Hijo no es de una sola esencia, naturaleza o sustancia con
Dios; por lo tanto, no es consubstancial (homoousion) con el
Padre. Para Arrio, solo Dios era sin principio y no creado. Jesús
no era Dios, sino una criatura creada por Él, un instrumento para llevar a cabo
su Plan divino, relegando incluso al Espíritu Santo a una posición inferior,
como si fueran «seres creados» más allá del alcance de Dios Padre. La
consecuencia, por tanto, es que el Hijo era creado, y «alguna vez no había
existido», pues todo lo que tiene origen debe comenzar a ser.
El
regreso del arrianismo a la era moderna
La controversia no
tardó en escalar. En el 320, Alejandro, obispo de Alejandría,
convocó un sínodo de más de cien obispos que terminó con la excomunión de Arrio
y sus seguidores. Pero la herejía seguía creciendo, tanto que el mismo
Emperador Constantino tuvo que intervenir. En el Concilio de Nicea, en
el 325, se puso fin al debate: se proclamó que Jesús era consustancial
al Padre, es decir, de la misma naturaleza divina, reafirmando que no era una
creación sino Dios verdadero, nacido y eterno.
Ahora, el Papa
León XIV, durante su reciente discurso en la catedral de Estambul,
advirtió que el «retorno del arrianismo» acecha también hoy. Es la tendencia a
admirar a Jesús como un gran maestro, un profeta o un personaje histórico, pero
sin reconocerlo como el Dios vivo que guía la historia. Una visión que, según
el Papa, «oscurece» el rostro verdadero de Dios.
El arrianismo moderno
se infiltra en la cultura y, a veces, preocupantemente, también «entre los
mismos creyentes». Por ello, recordó la urgencia de volver a mirar a Jesús
con la mirada de quien reconoce al Hijo de Dios, eterno y verdadero. Porque,
como enseñó Nicea, Cristo no es un personaje histórico: es el Señor que «guía
la historia hacia el futuro que Dios nos ha prometido».
María Rabell García
Fuente: El Debate
