EL MESIAS, «PRINCIPE DE LA PAZ»
II. Dar alegría y serenidad a quienes carecen de ellas.
III. La filiación divina, fundamento de nuestra paz y de nuestra alegría.
“En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: - «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es
el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiere revelar.» Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
-«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos
profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo
que oís, y no lo oyeron»” (Lucas 10,21-24).
I. La paz es uno de los
grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Sin embargo,
la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los
ángeles anuncian cantando: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad (Lucas 2, 14).
El
Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz
en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo
lleno de conflictos y de insatisfacciones. El Señor es el Príncipe de la paz
(Isaías 9, 6), y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz
y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta.
Nosotros
perdemos la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con nosotros
mismos y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se ve
la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades. Recobramos la
paz con una confesión sincera de nuestros pecados. Es una de las mejores
muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y la primera tarea
para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.
II. El cristiano es un
hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y alegría. Para poder
realizar este cometido hemos de ser humildes y afables, pues la soberbia sólo
ocasiona disensiones (Proverbios 13, 10). El hombre que tiene paz en su corazón
la sabe comunicar casi sin proponérselo: es una gran ayuda para el apostolado.
El
apostolado de la Confesión, que nos mueve a llevar a nuestros amigos a este
sacramento, tiene un especial premio en el Cielo, pues este sacramento es
verdaderamente la mayor fuente de paz y alegría en el mundo. Quienes tienen la
paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos de Dios (Mateo 5,
9)
III. La filiación divina es
el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En ella encontramos la
protección que necesitamos, el calor paternal y la confianza ante el futuro.
Vivimos confiados en que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una
razón de bien: todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios
(Romanos 8, 28), decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma.
Santa
María, Reina de la paz. Nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a
recuperarla si la hemos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org