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| Foto: Vatican Media. Dominio público |
Son
muchos los temas que pueden analizarse en un viaje apostólico, y cada uno adquiere un significado especial según
el lugar desde el que se pronuncia. No es lo mismo —por poner un ejemplo
claro— que el Papa pida rezar por la paz en una audiencia general en el
Vaticano, a que lo haga en un país que ha sufrido, y sigue sufriendo, los
estragos de la guerra como es el Líbano. ¿Significa eso que cuando lo dice en
Roma es menos importante? En absoluto. Lo que cambia es el impacto: la misma
palabra resuena de modo distinto cuando se pronuncia en un escenario herido.
Lo mismo ocurre con
otros gestos y mensajes del viaje. No es igual hablar de ecumenismo en
cualquier foro que hacerlo en Nicea,
donde nació el Credo que todos los cristianos profesan. O reflexionar sobre diálogo interreligioso en Turquía, un país de mayoría musulmana, y
entrar —con respeto evidente— en la icónica Mezquita
Azul, pero renunciando deliberadamente a rezar dentro de ella. Ese
matiz también habla.
Tampoco es lo mismo denunciar la violencia, los conflictos o la inestabilidad en tierras que las padecen a diario. En esta ocasión nos centramos en tres claves que permiten comprender el alcance del viaje de León XIV que ha concluido este 2 de diciembre: la esperanza, entendida como la capacidad de mantener la fe y percibir signos de vida incluso en contextos adversos; las familias, consideradas como «pequeñas iglesias domésticas» que sostienen la unidad y la transmisión de la fe; y la conversión del corazón, entendida como la condición necesaria para construir una verdadera paz.
1. Esperanza: brotes que desafían el desierto
En Estambul, el Papa se encontró con una realidad llamativa: ante los religiosos que sostienen la diminuta comunidad católica del país —apenas un 0,04 % de la población, unos 33.000 fieles— en un territorio que fue epicentro del cristianismo primitivo, recordó que la Iglesia puede ser pequeña, pero «fecunda como semilla y levadura del Reino».
Una idea que resonó de manera similar en Beirut. Frente al puerto que explotó en 2020, durante la homilía de su última misa antes de partir del país de los cedros, León XIV explicó que el Reino que Jesús inaugura se asemeja a un brote, un pequeño retoño que surge de un tronco que parece muerto. Esa «pequeña esperanza» capaz de anunciar un renacimiento solo puede ser reconocida por quienes «sin grandes pretensiones saben percibir los detalles ocultos, las huellas de Dios en una historia aparentemente perdida».
Por eso el Papa instó al pueblo libanés a educar la mirada para descubrir esos «pequeños brotes que despuntan» y esas «pequeñas luces que brillan en lo hondo de la noche». Que el Pontífice hable de esperanza en estos países ofrece una lectura interesante: es una manera de afirmar que, incluso en territorios heridos o donde los católicos no figuran en las estadísticas mayoritarias, existen semillas capaces de reconstruir el futuro, capaces de detectar señales discretas de vida y de acción de Dios allí donde, aparentemente, ya no queda nada que esperar.
2.
Las familias: pequeñas iglesias domésticas
Como signos concretos
de esta resistencia de fe, el Papa señaló la
fe «sencilla y genuina» arraigada en
las familias y sostenida por las escuelas cristianas; el trabajo
constante de parroquias y congregaciones; y el compromiso de sacerdotes,
religiosos y laicos en la caridad y en la promoción del Evangelio. Un foco que
también subrayó en la tumba de san
Chárbel, donde rezó por tres intenciones: la Iglesia, el Líbano y el
mundo. Para la Iglesia pidió «comunión, unidad; empezando
por las familias», a las que definió como «pequeñas iglesias domésticas».
León XIV ha insistido
siempre en la importancia de la unidad dentro de la Iglesia, pero con su
mensaje enfatiza que esta unidad debe empezar por lo más cercano a cada
persona: su propia familia. Como recordaba el sacerdote
Patrick Peyton —«la familia que reza unida permanece unida»—, el
Pontífice transmite un mensaje similar: la verdadera cohesión se forja en el
hogar, donde la fe se vive de manera genuina, espontánea y sencilla.
La familia, al
convertirse en un espacio de fidelidad y práctica constante de la fe, se transforma en la primera célula que sostiene
la comunión más amplia de la Iglesia y permite que la resistencia
espiritual frente a las dificultades se mantenga firme.
3.
Conversión: desarmar los corazones para recomenzar
Hemos mencionado que el
Papa rezó en la tumba de san Chárbel por la Iglesia, el Líbano y el mundo. En
particular, para Oriente Próximo y el Líbano, imploró la paz. No obstante, el
Pontífice, apoyándose en la sabiduría de los santos, vinculó
la paz exterior con la interior, recordando que «no hay paz sin
conversión de los corazones».
Antes de abandonar
Turquía para proseguir la segunda parte de su viaje, enfatizó que «esta paz no
es sólo fruto de un esfuerzo humano, sino don
de Dios». No hay esperanza ni unidad sin un cambio interior. De hecho,
señaló: «La paz se implora con la
oración, con la penitencia, con la contemplación, con esa relación viva con el
Señor que nos ayuda a discernir las palabras, los gestos y las
acciones que debemos emprender, para que estén verdaderamente al servicio de la
paz». Por otra parte, en su homilía en Beirut, León XIV transformó su mensaje
en una llamada a la acción y a «la conversión de la vida».
En un contexto como el
de Oriente Próximo y el Líbano, donde los conflictos y las divisiones
persisten, esta advertencia adquiere un peso concreto: la paz duradera no se impone desde fuera ni
depende solo de factores 'terceros', sino que brota de corazones
individuales dispuestos a cambiar, discernir y actuar coherentemente, acogiendo
la paz de Dios como principio y guía de toda acción.
María Rabell García. Corresponsal
en Roma y El Vaticano
Fuente: El Debate
