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Dominio público |
Tras el
descanso veraniego se renueva en nosotros una fuerza especial para iniciar
nuevos desafíos. Unos se apuntan al gimnasio, otros empiezan el aprendizaje de
un idioma, o inician una colección. Los anuncios de televisión o radio de este
mes son un síntoma de este deseo de cambiar, de empezar, de que este curso
suceda algo verdaderamente nuevo. Pero también nos preguntamos, ¿cuánto durará
este impulso?
Para los
cristianos, también este mes tiene un tono parecido en lo referente a la fe.
Iniciamos el curso y discernimos qué iniciativas, que modos de vida harán
crecer nuestra relación con Jesucristo. Unos porque durante el verano la fe ha
“hibernado” y tenemos necesidad de despertarla, otros porque en alguna
experiencia veraniega de peregrinación, campamento o encuentro eclesial se ha
renovado y queremos vivir con esa alegría todo el curso.
En una
ocasión, Jesús iba caminando hacia Jerusalén seguido por una gran multitud.
También ellos, unido a un cierto temor por la incertidumbre de su destino,
perciben en Jesús una fuerza que los lleva a desear empezar de nuevo. Han visto
sus milagros, han escuchado sus enseñanzas y su corazón está ardiente, deseosos
de seguirle a dondequiera que vaya. Pero Jesús conoce nuestro corazón y sabe
que tan pronto nos dejamos llevar por la fuerza de la novedad y la promesa de
victoria como nos desalentamos ante las dificultades y desfallecemos. Por eso,
en un momento dado, se vuelve hacia esa multitud y les da una enseñanza acerca
de las condiciones para seguirle. Una enseñanza que nos puede parecer dura,
incluso escandalosa, pero que es importante atender para permanecer en su
seguimiento.
Quien quiera
seguirle y permanecer con él hasta el final debe posponer cualquier otro amor,
incluso aquellos más cercanos en la carne: a su padre y a su madre, a su
esposo, a su esposa o a sus hijos, a sus hermanos e incluso a sí mismo. El
texto griego utiliza la expresión literal “odiar”, pero no hemos de entenderla
en el sentido de querer el mal para ellos, sino en este sentido de “no amar por
encima”, es decir, “posponer”. Cuando Jesús había anunciado por primera vez cuál
era el destino hacia el que se dirigía, la entrega de su vida en la cruz, Pedro
saltó para decirle que no sería así. Jesús entonces le corrigió: «ponte detrás
de mí». Es este mismo sentido. Hemos de poner todos los demás amores detrás de
Jesús, pues si no, viviremos una continua confrontación interior. No podemos
servir a dos señores.
Esto puede
ayudarnos, al principio de curso, para ver dónde queremos poner nuestra vida.
Tenemos que compaginar muchos aspectos: familia, trabajo, amistades, aficiones…
Normalmente las superponemos unas junto a otras, pero sin un orden concreto, y
terminan chocando e interponiéndose. El Señor nos dice que si las ponemos todas
detrás de él entonces encontraremos también un orden entre ellas. Y nos lo hace
ver a través de dos ejemplos: el de un constructor y el de un rey que sale a la
batalla.
Ahora mismo,
veo desde mi ventana la reconstrucción del teatro Cervantes en Segovia. Después
de estos meses de trabajos, ¿qué pensaríamos si se acabara el dinero y hubiera
que dejarlo como está ahora, a medio terminar? Ciertamente sería causa de
bochorno para sus promotores. Por otro lado, nos presenta el ejemplo de un rey
que sale a conquistar un nuevo territorio. Si sus fuerzas son inferiores a las
de su oponente, ¿qué hará? ¿lanzará a su ejército a una destrucción segura o se
retirará buscando condiciones de paz? También nosotros debemos tener claro cuál
es el fin último en nuestra vida. Desde ahí podremos ordenar todas las demás
cosas. Si no, corremos el riego de vivir acumulando las cosas, pero no
construyendo nada.
Septiembre
despierta en nosotros el deseo de comenzar de nuevo, impulsados por la energía
del descanso veraniego. Para los cristianos, es tiempo de renovar la fe y
ordenar la vida poniendo a Cristo en el centro.
+ Jesús Vidal