El magisterio de los últimos Pontífices en torno al consumismo
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Cuando el desarrollo económico se interpreta en
clave consumista y acumulativa, sobrevienen graves desequilibrios en la
realización de la vocación humana. En efecto, la acumulación de bienes
materiales, producto del consumismo, no hace al hombre feliz. La Iglesia, Madre
y Maestra, advierte ello y ofrece el antídoto en su doctrina social
La Iglesia
instruye que la economía es moralmente lícita cuando está orientada al
desarrollo integral, global y solidario del ser humano (Cf. CDSI, n. 334).
Integral, pues no basta con un crecimiento cuantitativo, sino cualitativo, ya
que la acumulación de bienes no otorga la plena realización de la vocación
humana, abierta a la trascendencia en la comunión con Dios y con el prójimo;
global, pues toda economía tiene una vocación social y universal; y solidario,
pues esta es la condición para lograr que el desarrollo llegue a todos,
conforme a la igual dignidad humana de todos los hijos de Dios. Esta concepción
implica la libertad humana que no debe quedar sometida a la economía, sino al
revés: la economía, sujeta a la voluntad humana, conforme al designio
divino.
El magisterio de los últimos Pontífices en torno al
consumismo
San Juan
Pablo II
“(...) La
experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de
recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por
un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del
género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.
Debería ser
altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más
reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos
con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el
primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica.
En efecto,
este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase
de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los
hombres esclavos de la ‘posesión’ y del goce inmediato, sin otro horizonte que
la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por
otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del ‘consumo’ o
consumismo (...). Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega
sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y
al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que
(...) cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas
quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas”
(Sollicitudo rei socialis, n. 28).
Benedicto
XVI
“(...) hay
heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el
derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo
insaciable” (Discurso en la Ceremonia de acogida, Sydney, Australia,
Jueves 17 de julio de 2008).
Tres años
antes, en su homilía para la clausura del XXIV Congreso Eucarístico Italiano,
el Papa, reflexionando sobre los mártires de Abitina, señaló que “desde un
punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el
consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo
cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que
aquel ‘inmenso y terrible’ del que nos ha hablado (...) el libro del
Deuteronomio (8,15). En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda
del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que ’no sólo de pan
vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del
Señor’ (Dt 8, 3)”
(Benedicto
XVI, Barí, Italia, 29 mayo 2005).
En efecto,
la cita del Deuteronomio va prefigurando el Pan Vivo eucarístico, verdadero
antídoto contra el consumismo egoísta pues se trata de Jesús vivo, el pan
nuestro de cada día —en plural— que nos hermana en la mesa de la gran familia
eclesial.
“Entonces se
vive de cosas y no sabe para qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el
bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de niños (...). El tiempo se
desperdicia con pasatiempos, pero no hay tiempo para Dios ni para los demás. Y
cuando se vive para las cosas, las cosas nunca son suficientes, la codicia
crece y los demás se vuelven obstáculos en la carrera y así se termina por
sentirse amenazado y, siempre insatisfechos y enfadados, sube el nivel de odio.
‘Quiero más, quiero más, quiero más…’. Lo vemos hoy allí donde reina el consumismo”.
(Homilía, 1 diciembre 2019, Basílica Vaticana, Altar de la
Cátedra).
León XIV
“(...) la
plenitud de nuestra existencia no depende de lo que acumulamos ni de lo que
poseemos, (sino de) aquello que sabemos acoger y compartir con alegría (cf. Mt
10,8-10; Jn 6,1-13). Comprar, acumular, consumir no es suficiente. Necesitamos
alzar los ojos, mirar a lo alto, a las ‘cosas celestiales’ (Col 3,2), para
darnos cuenta de que todo tiene sentido, entre las realidades del mundo, sólo
en la medida en que sirve para unirnos a Dios y a los hermanos en la caridad, haciendo
crecer en nosotros ‘sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de
humildad, de dulzura, de paciencia’ (cf. Col 3,12), de perdón (cf. ibíd.,
v. 13) y de paz (cf. Jn 14,27), como los de Cristo (cf. Flp 2,5)”
(Homilía en el Jubileo de los jóvenes, Tor Vergata, 3 de
agosto 2025).
Ser vs tener
El mayor
riesgo del consumismo es que lanza a su presa al feroz e interminable
torbellino del ‘tener’, descuidando la construcción del ‘ser’. Este torbellino
genera una insatisfacción persistente, producto de la esclavitud de la
acumulación de bienes materiales. Ante ello, el magisterio de la Iglesia
instruye:
“(…) es
necesario esforzarse por construir estilos de vida, a tenor de los cuales la
búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los
demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las
opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones. Es innegable que las
influencias del contexto social sobre los estilos de vida son notables: por
ello el desafío cultural, que hoy presenta el consumismo, debe ser afrontado en
forma más incisiva, sobre todo si se piensa en las generaciones futuras, que
corren el riesgo de tener que vivir en un ambiente natural esquilmado a causa
de un consumo excesivo y desordenado”
(CDSI, n. 360).
La cultura
que los cristianos debemos promover es la de la caridad social en la
solidaridad, la sobriedad y la libertad interior. Sólo ella —la caridad— es
capaz de instalarnos en la verdad y la virtud, conforme a la común dignidad de
hijos de Dios.
Luís Carlos
Frías
Fuente: Aleteia