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Cartel de la Jornada Pro Orantibus |
«¿Quiénes son y de dónde han
venido?» Esta es la pregunta que uno de los ancianos hace al vidente en el
capítulo siete del libro del Apocalipsis.
El vidente responde: «Señor mío, tú sabrás». ¿Quiénes son estos hombres y
mujeres que entran a vivir en un monasterio? Están en medio de nosotros, entre
nuestras casas y se preocupan vivamente por todo lo nuestro, dedicando su vida
a buscar de forma radical lo que, en el fondo, todos buscamos aun sin saberlo.
Los hijos de san Jerónimo y de san Juan de la Cruz; las hijas de santa Teresa, de santo Domingo de Guzmán, de san Francisco y santa Clara o de san Agustín: jerónimos, carmelitas, dominicas, clarisas, franciscanas concepcionistas, agustinas. Están presentes en nuestra ciudad y en nuestros pueblos ¡desde hace siglos! No les prestamos mucha atención hasta que por la edad o por la falta de vocaciones uno de estos monasterios tiene que echar el cierre. Y entonces se despierta en el pueblo un enorme dolor y rebeldía. «¿Cómo es posible que se vayan?»
Y el dolor es
totalmente justificado. Son verdaderamente el alma de la Diócesis y, sin ellos,
nos faltaría algo esencial. No exagero. Algo esencial. Desde los primeros
siglos, cristianos solos o en pequeños grupos se fueron al desierto o abrieron
espacios de desierto y soledad en las ciudades para seguir la llamada a buscar
al Único necesario. Por eso apuntan a lo esencial y, viviéndolo ellos, nos
enseñan a todos a buscarlo. Cuando entramos en sus casas lo notamos: una paz y
una alegría que no son de este mundo.
Muchas de ellas son mujeres de
nuestros pueblos y ciudades que entraron hace un montón de años en el claustro.
Allí rezan por nosotros, y no se olvidan de las gentes y de las calles que corrieron
de niñas. Muchos de los que he conocido durante estos primeros meses en Segovia
me han dicho: «yo tengo una prima en las carmelitas» o «mi madre tenía una tía
clarisa…» Otras son mujeres misioneras que vinieron de lejanos países de
América o Asia buscando una vida monástica que no existía aun en sus jóvenes Iglesias,
o para sostener con enorme generosidad las comunidades de nuestra envejecida
España.
Y, ¿qué hacen allí? Rezan y viven, aman y esperan. Como dice el lema de la Jornada Pro Orantibus, oran con fe, viven con esperanza. Viven en la fe de Abraham y Sara que, siendo ancianos esperaron contra toda esperanza, sabiendo que su futuro está totalmente en manos de aquel que les llamó. Y Dios les visitó en presencia de tres ángeles y les dio el hijo que esperaban.
Nuestros monasterios no necesitan hacer programas de publicidad para llenar sus conventos, pues han hecho lo que tenían que hacer: responder a la llamada de Dios y ofrecer su vida para que sea tomada por el Señor y consagrada en el silencio, el trabajo y la oración. Su vida ya es fecunda y está llena de sentido. En realidad, es a nosotros a quienes más nos importa que sus monasterios sigan vivos y abiertos y, por eso, hemos de conocerlas y rezar por ellas y por los jóvenes que puedan abrir su corazón a la llamada del Señor a dejarlo todo y seguirle con el corazón encendido de su amor.
+ Jesús Vidal