Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre
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Vatican Media |
El 9 de mayo el Papa León XIV celebró en la Capilla Sixtina su
primera Misa como Pontífice y en la que estuvieron presentes los cardenales
electores que participaron en el cónclave. En su homilía recordó que “Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos
revela el rostro del Padre”.
A continuación, la primera homilía pronunciada por el Papa León
XIV:
«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Con estas
palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre
su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la
Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite.
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único
Salvador y el que nos revela el rostro del Padre.
En Él Dios, para hacerse cercano a los hombres, se ha revelado a
nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en
los rasgos maduros de un hombre (cf. CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su
cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos
podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo,
supera todos nuestros límites y capacidades.
Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el
camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables
de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la
humanidad. Nos las confía a nosotros, elegidos por Él antes de que nos
formásemos en el vientre materno (cf. Jr 1,5), regenerados en el agua del
Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos
aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las
criaturas (cf. Mc 16,15).
Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de
ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para
que, con su ayuda, sea su fiel administrador en favor de todo el Cuerpo místico
de la Iglesia; de modo que esta sea cada vez más la ciudad puesta sobre el
monte (cf. Ap 21,10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la
historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la
magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones
—como los monumentos en los que nos encontramos—, sino por la santidad de sus
miembros, de ese «pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que
los llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9).
Con todo, por encima de la conversación en la que Pedro hace su
profesión de fe, hay otra pregunta: «¿Qué dice la gente —pregunta Jesús—sobre
el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?» (Mt 16,13). No es una cuestión banal,
al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la
realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus
cuestionamientos y sus convicciones.
«¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que
es?» (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando,
podremos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que delinean otras
tantas actitudes.
En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo señala que
la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la
hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica de palacios lujosos, engarzada en un
paraje natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de
círculos crueles de poder y teatro de traiciones y de infidelidades. Esta
imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece
totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar
asombro con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia
se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que
solicita, este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo.
Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús, la de
la gente común. Para ellos el Nazareno no es un charlatán, es un hombre recto,
un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes
profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde
pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo
un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también
ellos lo abandonan y se van, desilusionados.
Llama la atención la actualidad de estas dos actitudes. Ambas
encarnan ideas que podemos encontrar fácilmente —tal vez expresadas con un lenguaje
distinto, pero idénticas en la sustancia— en la boca de muchos hombres y
mujeres de nuestro tiempo.
Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana
se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes,
contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella
propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer.
Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y
anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y
desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo,
precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque
la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la
vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona
en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas heridas más que
acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad.
No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque
apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático
o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre
muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un
ateísmo de hecho.
Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como
enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la
fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial
repetir: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación
personal con Él, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano. Pero
también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando
a todos la Buena Noticia (cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática, Lumen
gentium, 1).
Lo digo ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras inicio
mi misión de Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la
caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de S. Ignacio de
Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Proemio). Él, conducido en cadenas a esta
ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se
encontraban: «en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el
mundo ya no verá más mi cuerpo» (Carta a los Romanos, IV, 1). Hacía referencia
a ser devorado por las fieras del circo —y así ocurrió—, pero sus palabras
evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera
que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que
permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf.
Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de
conocerlo y amarlo.
Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de
la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia.
Por Papa León XIV
Fuente: ACI Prensa