Siento el corazón afligido por tantos de ustedes que están sufriendo a causa de los incendios forestales que están todavía ardiendo en las montañas y en los terrenos que bordean el mar. Estos son días de tribulación para nuestra gran ciudad y para la familia de Dios que vive aquí, en la Arquidiócesis de Los Ángeles.
Dominio público |
Experimenté una gran aflicción al encontrarme con aquellos de
ustedes que han perdido tanto: a sus seres queridos y sus hogares, sus negocios
y sus medios de vida; sus parroquias, sus escuelas y sus vecindarios. Me
entristece profundamente el ver que hay miles de católicos en Los Ángeles y
otros angelinos que están viviendo como refugiados y expatriados dentro de sus
propias ciudades de origen.
Estamos apenas empezando a percibir la magnitud de la destrucción
y del cataclismo. Estos incendios han reducido a cenizas tanto las posesiones
materiales como los recuerdos más preciados de las personas, y han vuelto
incierto su futuro. Las autoridades dicen que la reconstrucción puede llevar
años y que es posible que muchas de nuestras comunidades nunca vuelvan a ser
como antes.
En tiempos como éste, es comprensible que podamos cuestionar el
amor de Dios hacia nosotros, que nos preguntemos dónde está él cuando la gente
buena está sufriendo. ¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que ocurran desastres naturales tales como los
incendios forestales y los huracanes, como los terremotos y las inundaciones?
No existen respuestas fáciles, pero eso no significa que no las haya.
Jesús nos enseñó que Dios es nuestro Padre y que él tiene toda
la creación en sus manos amorosas. Él nos asegura que ni un pajarillo cae por
tierra si no lo permite el Padre. Y nos recuerda después: Ustedes valen mucho
más que todos los pájaros del mundo.
Todos y cada uno de ustedes tiene un valor inestimable para
Dios. Tienen tanto valor para él, que envió a su Hijo único al mundo para que
muriera en la cruz por ustedes. Necesitamos aferrarnos a esta verdad cuando
lleguen las dificultades y los sufrimientos.
Jesús conoce nuestras esperanzas, nuestros sueños y nuestras
dificultades. Él está cerca de nosotros en nuestras alegrías y en nuestras
penas.
Su voluntad para nuestra vida tiene un solo objetivo: que
crezcamos en la santidad y en el amor y que lleguemos a ser santos y a
compartir su amor aquí en la tierra, para luego vivir eternamente con él en el
cielo.
Todo lo que sucede, todo lo que él permite, proviene siempre de
su amor por nosotros y del deseo que tiene de nuestra salvación.
Esta respuesta no es fácil de entender, pero es la verdad.
Los santos nos enseñan que aun si Dios mismo no puede sufrir, sí
sufre con nosotros.
Ésta es la maravillosa verdad que se expresa en la cruz. Al
morir y resucitar de entre los muertos, Jesús nos mostró que Dios puede sacar
un bien incluso del mayor mal.
Y así como Jesús venció a la muerte, nuestros propios
sufrimientos pueden también encontrar un significado y un propósito cuando los
unimos a los de él.
Toda crisis es una encrucijada, y en cada crisis hemos de tomar
una decisión.
Podemos responder a ella con ira y con desesperación, lo cual es
una tentación natural.
O podemos decidir aceptar nuestros sufrimientos como una cierta
participación en los sufrimientos de Jesús, que sufre por nosotros y con
nosotros y que nunca nos abandonará por más oscuro que parezca el camino.
Aun si hemos quedado con poco, contamos todavía con el amor que
podemos dar.
Podemos “ofrecer” nuestros sufrimientos en un espíritu de amor y
de sacrificio por nuestro prójimo. Podemos hacer un don de nuestras vidas para
compartir el sufrimiento de otros, apoyándolos en sus esfuerzos.
Una vez más, los santos nos enseñan que los sacrificios que
hacemos por los demás pueden dar frutos de amor y de compasión cuando nos
unimos a los sufrimientos de Jesús. Lo que ofrecemos por amor se convierte —de
una manera misteriosa— en parte de ese gran tesoro de compasión que fluye de
los sufrimientos de él en la cruz.
Incluso en medio de esta tormenta de fuego, podemos ver ya cómo
el Señor suscita testigos heroicos.
Pienso en esa familia que oró de rodillas en el lugar en el que
alguna vez estuvo su casa, dándole gracias a Dios y a Nuestra Señora por
haberlos salvado; pienso en los feligreses que arriesgaron sus vidas para
apagar el fuego del techo de la iglesia; pienso en los bomberos que rescataron
el tabernáculo de una iglesia en llamas.
Escucharemos más historias como esta en los próximos días. Habrá
una multitud de sacrificios de amor de los que nunca escucharemos: todos esos
sacrificios ocultos de los padres por sus hijos, todos esos pequeños e
invisibles actos de bondad que abundan en nuestros hogares y en nuestras
comunidades.
Sigamos ayudándonos y apoyándonos unos a otros, sigamos
trabajando juntos para que nuestro prójimo se dé cuenta de la verdad del amor
de Dios en medio esta hora de devastación y de pérdida.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a Nuestra Santísima Madre que nos proteja y nos
guíe.
Nuestra Señora, Reina de los Ángeles: ¡Sé una madre para todos
nosotros!
Nota del editor: Esta es una reflexión escrita por Mons. José
Gomez, Arzobispo de Los Ángeles, frente a la tragedia de los incendios
forestales que han azotado el sur de California (Estados Unidos). Publicado
originalmente en Angelus News, se reproduce
Nota del editor: Esta
reflexión escrita por el arzobispo José Gómez ofrece un conmovedor mensaje a su
amada comunidad mientras Los Ángeles comienza a recuperarse después de que
muchos perdieron todo a causa de los incendios forestales al sur de California.
Publicada originalmente en Angelus News, se reproduce aquí con permiso.
Por Mons. José Gomez
Fuente: ACI