En este primer domingo de Adviento comenzamos un tiempo nuevo de esperanza. Durante cuatro semanas vivimos con el anhelo del nacimiento de Cristo.
Dominio público |
En
realidad, la venida en la carne y la venida en gloria del Hijo de Dios son dos
momentos de una misma realidad: Dios ha enviado a su Hijo de forma definitiva
para salvarnos y para constituirlo en juicio definitivo sobre el mundo. El
tiempo que va desde la primera venida a la última puede ser llamado el tiempo
de la decisión a favor o en contra de él. Es una invitación a la conversión
y una muestra de la infinita paciencia de Dios. Por eso, se nos exhorta a vivir
atentos, despiertos, «santos
e irreprensibles ante Dios»,
porque viene a salvarnos.
Hablar
de decisión es hablar de crisis porque el hombre se siente interpelado por Dios
y urgido a tomar una postura a favor o en contra de Cristo. Esta crisis aparece
claramente cuando, a los tres días de la Navidad se celebra la muerte de los
santos inocentes. Se cumple, en cierto sentido, lo que dice Jesús: que su
venida será para caída y levantamiento de muchos. O, dicho de otra manera: su
venida reclama optar por él. Así aparece en el desarrollo de su vida pública:
desde el principio las tinieblas le rechazan y los que viven bajo el domino de
la muerte deciden acabar con él. Cristo es un bandera discutida, un signo de
contradicción.
La
espiritualidad del Adviento está llena de esperanza. Dios viene a salvarnos. Es
también una espiritualidad de la conversión sustentada en la decisión por él.
La mirada inmediata es al misterio de la Navidad; la mirada lejana y más amplia
nos conduce al final de la historia cuando debamos comparecer ante él para
darle cuenta de nuestros actos.
En
el Evangelio de hoy, Jesús nos dice: «Levantaos,
alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28). El Hijo de Dios viene a
liberarnos, ciertamente. Pero esta liberación exige despojarnos del hombre
viejo que nos conduce a la muerte. De ahí que san Pablo, en su carta a los Tesalonicenses que leemos al comienzo
del Adviento, nos invita a rebosar de amor mutuo y amor a todos; a vivir como
agrada a Dios; a seguir las enseñanzas apostólicas. Solo así podemos acoger al
Hijo de Dios en la cercana Navidad y a esperarlo con confianza en su última
venida.
Adviento
es tiempo de esperanza y decisión. Tiempo de practicar la justicia y la
caridad. Tiempo de cambiar nuestra forma de vivir para acomodarla a la que
Cristo nos muestra en su propia vida cotidiana. La Navidad quedará vacía de
sentido si no nos convertirnos a él, que se nos revela como el Hombre nuevo.
La
entrada del Hijo de Dios en la historia es la más grande revolución acontecida,
como decía Teilhard de Chardin en su Himno del universo. Supone un giro
radical en el modo de entender la vida. Si tomamos en serio esta verdad, no
podemos vivir «sin
esperanza y sin Dios»
(Ef 2,12). La esperanza a la que nos invita la Iglesia, la que no defrauda,
tiene su fundamento en que Dios es fiel a sus promesas. Viene a liberarnos,
ciertamente, pero debemos dejarnos liberar de todo el lastre de pecado y de
actitudes propias de quienes no creen en él y organizan su vida sin el
horizonte de la venida última de Cristo.
Cristo
está a la puerta y llama. Nos apremia con su misericordia y su alianza de amor.
Pero hay que abrir la puerta y darle entrada. Sólo entonces, como le sucedió a
Zaqueo, entrará y comerá con nosotros, y viviremos la salvación. Entonces se
cumplirá nuestra esperanza.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia