XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B) Marcos 7, 31-37
La escena de la curación del sordomudo de la Decápolis en 'The Chosen'. Dominio público |
Jesús no hacía milagros como quien mueve una varita mágica o chasquea los
dedos. Aquel "gemido" que deja escapar en el momento de tocar los
oídos del sordo nos dice que se
identificaba con los sufrimientos de la gente, participaba intensamente en
su desgracia, se hacía cargo de ella. En una ocasión, después de que Jesús
había curado a muchos enfermos, el evangelista comenta: "Él tomó nuestras
flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mateo 8, 17).
Los milagros de Cristo jamás
son fines en sí mismos; son "signos".
Lo que Jesús obró un día por una persona en el plano físico indica lo que Él
quiere hacer cada día por cada persona en el plano espiritual. El hombre curado por Cristo era
sordomudo; no podía comunicarse con los demás, oír su voz y expresar sus
propios sentimientos y necesidades. Si la sordera y la mudez consisten en la
incapacidad de comunicarse correctamente con el prójimo, de tener relaciones
buenas y bellas, entonces debemos reconocer enseguida que todos somos, quien
más quien menos, sordomudos, y es por ello que a todos dirige Jesús aquel grito
suyo: effatá, ¡ábrete!. La diferencia
es que la sordera física no depende del sujeto y es del todo inculpable, mientras que la moral lo es.
Hoy se evita el término "sordo" y se prefiere hablar de
"discapacidad auditiva", precisamente para distinguir el simple hecho
de no oír de la sordera moral.
Somos sordos, por poner algún ejemplo, cuando no oímos el grito de ayuda que se
eleva hacia nosotros y preferimos poner entre nosotros y el prójimo el
"doble cristal" de la indiferencia. Los padres son sordos cuando no entienden que
ciertas actitudes extrañas o desordenadas de los hijos esconden una petición de
atención y de amor. Un marido es sordo cuando no sabe ver en el nerviosismo de
su mujer la señal del cansancio o la necesidad de una aclaración. Y lo mismo en
cuanto a la esposa.
Estamos mudos cuando nos cerramos, por orgullo, en un silencio esquivo y resentido, mientras que
tal vez con una sola
palabra de excusa y de perdón podríamos devolver la paz y la serenidad
en casa. Los religiosos y las religiosas tenemos en el día tiempos de silencio,
y a veces nos acusamos en la Confesión diciendo: "He roto el
silencio". Pienso que a veces deberíamos acusarnos de lo contrario y
decir: "No he roto el silencio".
Lo que sin embargo decide la calidad de una comunicación no es sencillamente
hablar o no hablar, sino hablar o no hacerlo por amor. San Agustín decía a la
gente en un discurso: "Es imposible saber en toda circunstancia qué es lo
justo que hay que hacer: si hablar o callar, sin corregir o dejar pasar algo.
He aquí entonces que se te da una
regla que vale para todos los casos: 'Ama y haz lo que quieras'. Preocúpate
de que en tu corazón haya amor; después, si hablas será por amor, si callas
será por amor, y todo estará bien porque del amor no viene más que el
bien".
La Biblia permite entender por dónde empieza la ruptura de la comunicación, de
dónde viene nuestra dificultad para relacionarnos de una manera sana y bella
los unos con los otros. Mientras Adán y Eva estaban en buenas relaciones con Dios, también su relación recíproca era bella y
extasiante: "Ésta es carne de mi carne...". En cuanto se interrumpe,
por la desobediencia, su relación con Dios, empiezan las acusaciones
recíprocas: "Ha sido él, ha sido ella...".
Es de ahí de donde hay que recomenzar cada vez. Jesús vino para
"reconciliarnos con Dios" y así reconciliarnos los unos con los
otros. Lo hace sobre todo a través de los sacramentos. La Iglesia siempre ha visto en los gestos
aparentemente extraños que Jesús realiza en el sordomudo (le pone los dedos en
los oídos y le toca la lengua) un símbolo de los sacramentos gracias a los
cuales Él continúa "tocándonos"
físicamente para curarnos espiritualmente. Por esto en el bautismo el
ministro realiza sobre el bautizando los gestos que Jesús realizó sobre el
sordomudo: le pone los dedos en los oídos y le toca la punta de la lengua,
repitiendo la palabra de Jesús: effatá,
¡ábrete!.
En particular el sacramento de la Eucaristía nos ayuda a vencer la incomunicabilidad con
el prójimo, haciéndonos experimentar la más maravillosa comunión con
Dios.
Por Raniero Cantalamessa
Tomado de Homilética.
Fuente: ReL