El segundo domingo de Pascua, fiesta de la Misericordia Divina por decisión de san Juan Pablo II, era llamado desde antiguo domingo «in albis» (en vestidos blancos) como referencia a las vestiduras blancas que llevaban los bautizados en la Vigilia Pascual.
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Con el gesto de
soplar expresa el don del Espíritu vivificante, como hizo Dios con Adán y el
profeta Ezequiel en la visión del campo lleno de huesos secos. Jesús se muestra
como el Dios de la vida, que otorga a los apóstoles la capacidad de perdonar
los pecados, acto supremo de la misericordia de Dios. En virtud de la Resurrección,
la carne de Jesús se convierte en cauce de la vida divina que alcanzará a todo
hombre que confiese a Jesús como Señor. Así lo recuerda la primera carta de
Juan: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios» (1 Jn 5,1).
Se cumple, por tanto, lo que Jesús había dicho a
Nicodemo: que era preciso nacer de nuevo, del agua y del Espíritu. Esto
significa la Pascua: un nuevo nacimiento en una nueva creación. Por eso, en la Vigilia
Pascual se bautiza a los catecúmenos y se les reviste con una vestidura blanca,
signo de la santidad y belleza de la nueva creación. El perdón de los pecados dado
a los apóstoles por Jesús es la misericordia divina que brota a raudales de su
humanidad gloriosa. Acoger con sencillez y gratitud este don es lo más decisivo
de la fe, en cuanto reconocimiento de que Cristo es el Señor de la vida por su
muerte y resurrección.
Jesús había prometido que daría el agua viva del
Espíritu. Y había anunciado que su sangre sería para el perdón de los pecados.
El agua y la sangre, junto al Espíritu, son los signos de la acción de Dios,
como se dice en esta perfecta síntesis de la redención de Cristo: «Este es el
que vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No solo en el agua, sino en el
agua y en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu
es la verdad» (1 Jn 5,6). El agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía,
por la acción de Espíritu, nos convierten en propiedad de Dios. Le pertenecemos
totalmente, y al ser de él, vencemos a la muerte y al pecado, porque Dios nos
guarda.
En una segunda aparición, Tomás, ausente en la primera, se convierte en el destinatario de las palabras de Jesús que le invita a tocar sus llagas, como había pedido Tomás para poder creer. Esta conmovedora escena viene a mostrar, a cuantos como Tomás quieren ver para creer, que Jesús no es un fantasma, ni un holograma (diríamos hoy) fruto de nuestra imaginación o de la técnica. Es el mismo que murió en la cruz. Tomás se rinde ante la evidencia de la carne glorificada de Cristo.
No sabemos si llegó a meter su dedo en el
agujero de sus manos, y la mano en su costado. Sabemos, sin embargo, que creyó
con el mandato de Cristo —«deja de ser incrédulo y cree»—, y esta misericordia
que Jesús tuvo con él es, para los hombres de todos los tiempos, una «prueba»
de su resurrección y una invitación a postrarnos ante él, como hizo Tomás, y
hacer una de las más sencillas y bellas confesiones de fe que conocemos: «¡Señor
mío y Dios mío!». Si hay alguien que aún duda de la misericordia de Dios es que
quizás no se ha postrado nunca de rodillas para reconocer que solo el amor es
digno de fe.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia