L'Osservatore Romano habla con el Prefecto del Dicasterio para el Clero antes de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del 21 de abril
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Con vistas a la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del
próximo domingo 21 de abril, L'Osservatore Romano ha planteado algunas
preguntas al cardenal prefecto del Dicasterio para el Clero, Lázaro You
Heung-sik.
¿Qué es una vocación?
Antes de pensar en cualquier aspecto religioso o espiritual, diría
lo siguiente: la vocación es esencialmente la llamada a ser feliz, a hacerse
cargo de la propia vida, a realizarla plenamente y a no desperdiciarla. Este es
el primer deseo que Dios tiene para cada hombre y cada mujer, para cada uno de
nosotros: que nuestra vida no se apague, que no se desperdicie, que brille al
máximo. Y, por eso, se ha hecho cercano en su Hijo Jesús y quiere atraernos al
abrazo de su amor; así, gracias al Bautismo, nos convertimos en parte activa de
esta historia de amor y, cuando nos sentimos amados y acompañados, entonces
nuestra existencia se convierte en un camino hacia la felicidad, hacia una vida
sin fin. Un camino que luego se encarna y se realiza en una opción de vida, en
una misión específica y en las múltiples situaciones cotidianas.
Pero, ¿cómo se reconoce una vocación y cuál es su relación con los
deseos?
Sobre este tema, la rica tradición de la Iglesia y la sabiduría de
la espiritualidad cristiana tienen mucho que enseñarnos. Para ser felices -y la
felicidad es la primera vocación compartida por todos los seres humanos- es
necesario no equivocarse en las opciones de vida, al menos en las
fundamentales. Y las primeras señales de tráfico que debemos seguir son
precisamente nuestros deseos, lo que sentimos en nuestro corazón que es bueno
para nosotros y, a través de nosotros, para el mundo que nos rodea. Sin
embargo, cada día experimentamos cómo nos engañamos a nosotros mismos, porque
nuestros deseos no siempre corresponden a la verdad de lo que somos; puede
ocurrir que sean fruto de una visión parcial, que surjan de heridas o
frustraciones, que estén dictados por una búsqueda egoísta de nuestro propio
bienestar o, incluso, a veces llamamos deseos a lo que en realidad son ilusiones.
Entonces es necesario el discernimiento, que es básicamente el arte espiritual
de comprender, con la gracia de Dios, lo que debemos elegir en nuestra vida. El
discernimiento sólo es posible a condición de que nos escuchemos a nosotros
mismos y escuchemos la presencia de Dios en nosotros, superando la tentación
tan actual de hacer coincidir nuestros sentimientos con la verdad absoluta.
Por eso el Papa Francisco, al inicio de las catequesis de los
miércoles dedicadas al discernimiento, nos invitó a afrontar el esfuerzo de
escarbar en nuestro interior y, al mismo tiempo, a no olvidar la presencia de
Dios en nuestra vida. He aquí que la vocación se reconoce cuando ponemos en
diálogo nuestros deseos profundos con la obra que la gracia de Dios realiza en
nosotros; gracias a esta confrontación, la noche de las dudas y de los
interrogantes se despeja poco a poco y el Señor nos hace comprender qué camino
tomar.
Este diálogo entre las dimensiones humana y espiritual está cada
vez más en el centro de la formación de los sacerdotes. ¿Cuál es nuestra
posición?
Este diálogo es necesario y quizás a veces lo hemos descuidado. No
debemos correr el riesgo de pensar que el aspecto espiritual puede
desarrollarse al margen del humano, atribuyendo así una especie de "poder
mágico" a la gracia de Dios. Dios se hizo carne y, por tanto, la vocación
a la que nos llama está siempre encarnada en nuestra naturaleza humana. El
mundo, la sociedad y la Iglesia necesitan sacerdotes profundamente humanos,
cuyo rasgo espiritual se pueda resumir en el mismo estilo de Jesús: no una
espiritualidad que nos separe de los demás o nos convierta en fríos maestros de
una verdad abstracta, sino la capacidad de encarnar la cercanía de Dios a la
humanidad, su amor por cada criatura, su compasión por cualquiera que esté
marcado por las heridas de la vida. Esto requiere personas que, aunque frágiles
como todos los demás, en su fragilidad tengan suficiente madurez psicológica,
serenidad interior y equilibrio emocional.
Son muchos son, sin embargo, los sacerdotes que viven situaciones
de dificultad y sufrimiento. ¿Qué piensa de ellos?
En primer lugar, me conmueven mucho. He dedicado casi toda mi vida
al cuidado de la formación sacerdotal, a acompañar y estar cerca de los
sacerdotes. Hoy, como Prefecto del Dicasterio para el Clero, me siento aún más
cercano a los sacerdotes, a sus esperanzas y a sus trabajos. No faltan
elementos de preocupación, porque en muchas partes del mundo hay un verdadero
malestar en la vida de los sacerdotes. Los aspectos de la crisis son muchos,
pero creo que en primer lugar necesitamos una reflexión eclesial en dos
frentes. El primero: necesitamos repensar nuestro modo de ser Iglesia y de
vivir la misión cristiana, en la colaboración efectiva de todos los bautizados,
porque los sacerdotes están muchas veces sobrecargados de trabajo, con las
mismas tareas -no sólo pastorales, sino también jurídicas y administrativas-
que hace muchos años, cuando eran numéricamente más.
En segundo lugar, es necesario revisar el perfil del sacerdote
diocesano porque, aunque no esté llamado a la vida religiosa, debe redescubrir
el valor sacramental de la fraternidad, de sentirse en casa en el presbiterio,
junto con el obispo, sus hermanos sacerdotes y los fieles, porque,
especialmente en las dificultades de hoy, esta pertenencia puede sostenerlo en
el servicio pastoral y acompañarlo cuando la soledad se hace pesada. Sin
embargo, es necesaria una nueva mentalidad y nuevos caminos de formación,
porque a menudo el sacerdote es educado para ser un líder solitario, un
"hombre solo al mando", y esto no es bueno. Somos pequeños y estamos
llenos de limitaciones, pero somos discípulos del Maestro. Movidos por Él
podemos hacer muchas cosas. No individualmente, sino juntos, sinodalmente.
Discípulos misioneros", repite el Santo Padre, "sólo pueden estar
juntos".
¿Están los sacerdotes "equipados" para enfrentarse a la
cultura actual?
Este es uno de los principales retos a los que nos enfrentamos hoy
en día, tanto en la formación inicial como en la permanente. No podemos quedarnos
encerrados en las formas sagradas y hacer del sacerdote un mero administrador
de ritos religiosos; hoy atravesamos un tiempo marcado por numerosas crisis
globales, con ciertos riesgos relacionados con el crecimiento de la violencia,
la guerra, la contaminación ambiental y la crisis económica, todo lo cual
repercute luego en la vida de las personas en términos de inseguridad, angustia
y miedo al futuro. Y hay una gran necesidad de sacerdotes y laicos capaces de
llevar a todos la alegría del Evangelio, como profecía de un mundo nuevo y
brújula de orientación en el camino de la vida. Siempre se es discípulo, aunque
se haya sido diácono, sacerdote u obispo durante muchos años. Y el discípulo
siempre tiene algo que aprender del único Maestro que es Jesús.
Pero, en su opinión, ¿sigue valiendo la pena convertirse en
sacerdote hoy en día?
A pesar de todo, sigue valiendo la pena seguir al Señor por este
camino, dejarse seducir por Él, entregar la vida por su designio. Podemos mirar
a María, esta joven doncella de Nazaret que, aunque turbada por el anuncio del
ángel, eligió arriesgarse a la fascinante aventura de la llamada,
convirtiéndose en Madre de Dios y Madre de la humanidad. Con el Señor, ¡nunca
se pierde nada! Y quisiera decir una palabra a todos los sacerdotes,
especialmente a los que en este momento están desanimados o heridos: el Señor
nunca rompe su promesa. Si Él los ha llamado, no les faltará la ternura de su
amor, la luz del Espíritu, la alegría del corazón. De muchas maneras Él se
manifestará en tu vida de sacerdote. Me gustaría que esta esperanza llegara a
los sacerdotes, diáconos y seminaristas de todo el mundo, para consolarlos y
animarlos. No estamos solos, ¡el Señor está siempre con nosotros! Y quiere que
seamos felices.
Andrea Monda
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