La parroquia me acogió sin ser juzgado. Me dejaron ser como era, sin intentar hacerme un católico 'de verdad'", confiesa el sacerdote francés Joseph Lebèze
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Foto: Corinne Simon / Hans Lucas / La Vie). Dominio público |
"Fue
como la pantalla del hospital cuando una persona está a punto de morir: de
repente la fluctuación cesa y da paso al silencio. Esto es lo que experimenté.
Mi vida se detuvo. Me
pusieron en una familia de acogida que no me quería. Lo más duro es el
desamor, es horrible. Un niño, o un adulto, que no sonríe, con quien nadie
habla, se está muriendo él solo", relata el sacerdote.
Caída a los infiernos
Esta
falta de cariño de la que habla le hizo ponerse una coraza. "Perdí mi
humanidad al tratar de ocultar a los demás que no me encontraba bien. Era una
lucha constante: tenía que
demostrar a esta familia que yo era una buena persona. Quería aguantar,
quería resistir. Hasta que la dejé al cumplir los 18 años", recuerda.
Para
aquel entonces, el joven Joseph ya era panadero y pastelero. "Mi jefe se
comportó como un padre conmigo. Pero, lamentablemente, no entendí su actitud,
me asfixiaba. Yo, que nunca había sido amado, me encontré de frente con alguien que me amaba, pero aquello
me desestabilizó", reconoce.
Joseph
era muy tímido, incluso retraído. Su padre era alcohólico y, poco a poco, él fue tomando el mismo camino.
"Los amigos me dejaron al mes, culpándome de 'ya no ser el mismo'. Incluso
mi jefe ya no podía confiar en mí. No tenía dinero, no me quedaba nada, lo
perdí todo", comenta. De hecho, estuvo sin hogar, viviendo en la calle,
durante tres años.
"En
la calle me encerré en mí mismo, como una concha. Ya no quedaba nada, me sentía
patético, inútil. ¿Para qué vivía? Deseaba morir, quería suicidarme. Mi vida no tenía sentido",
confiesa.
Pero,
Joseph veía pasar a hombres que le intrigaban mucho, que no vestían como los
demás. Un día, uno de ellos, se detuvo y le dijo: "Sé que tengo que
atenderte ahora". "Me explicó que era sacerdote, pero eso no
significaba nada para mí, ¡no sabía nada al respecto! Pero, confié en él y dejé que me cuidara.
Me mandó a desintoxicar: pasé por tres abstinencias", dice.
"Al
salir del tratamiento, un sacerdote me confió la misión de acompañar a un joven paralítico llamado
Benoît. El joven de 16 años quedó tetrapléjico tras un accidente. Yo no lo
entendía, porque se había tirado a una piscina, estaba paralizado, y después de
eso ¡todavía creía en Dios! Aquello me hizo pensar mucho, me dije que no era
posible. O estaba loco o era verdad", relata.
Joseph
asistió entonces con Benoît a su primera misa. "Cuando vi a un hombre con
un vestido blanco y un pañuelo en el cuello, le dije a Benoît: '¡Es carnaval!'. Lo vi rezar y me dije que tenía
que intentarlo. Así que pedí el bautismo. El obispo autorizó que fuera
bautizado a los tres meses, sabían que era ahora o nunca. Luego tuve dos años
de preparación para la confirmación, pudiendo ponerme al día con lo que no
había hecho antes del bautismo".
Después
de cuidar a Benoît, el futuro sacerdote conoció la familia de la Iglesia.
"Vivía en mi apartamento, amueblado por los feligreses. Fui elegido para
liderar un grupo carismático de oración y comencé a encontrar la paz. La
parroquia me acogió sin ser juzgado. Me dejaron ser como era, sin intentar hacerme un católico 'de
verdad'. No se me impuso nada, a diferencia de lo que había vivido en
mi familia de acogida o en la panadería", cuenta Joseph.
Entonces,
empezó a darse cuenta de que vivir valía la pena. "Un feligrés me llevó a
un retiro y el sacerdote que predicaba nos habló del Padre... La palabra 'padre' era imposible
para mí, no podía oírla. Pero, el sacerdote conocía un poco mi pasado y me
aseguró que no podía vivir con tanto sufrimiento".
"'¿Te
das cuenta de todo lo que llevas cargando desde aquel día? Me gustaría que al
final de la semana depositaras
todo este sufrimiento en el sacramento de la reconciliación', me dijo el cura. Pero,
no estaba listo para perdonar. Subí gritando a la habitación y, una vez dentro,
me pregunté que si había gente capaz de, en su sufrimiento, encontrar el amor
de Dios, ¿por qué yo no? Volví a ver al cura para poner todo en manos de Dios.
Le confié mis pecados y el rencor contra mi padre".
"Al
terminar me dio la absolución. Y fue entonces cuando resucité. Fue como si me hubieran
quitado 500 kilos de encima, que ya no me pertenecían. Mi bautismo me había
sumergido en la muerte y la resurrección de Cristo, pero mi verdadera
resurrección se produjo en ese preciso momento. Fue Su misericordia. Sin Él
hubiera cargado con un dolor que me habría matado toda mi vida".
"Experimenté
un Dios que me amaba tal y como era, no como otros querían que fuera. Un Dios que
me aceptaba como su hijo. En este sacramento redescubrí el sabor de una infancia que no había experimentado,
de ser un niño amado, precioso a los ojos de Dios", cuenta.
Y,
a modo de broma, desde el día de su bautismo, a los 27 años, anunció a sus
amigos que sería sacerdote. "Tuve que recorrer un largo camino antes de
entrar en el seminario. Hubo
desafíos, y un efecto boomerang en mi fe. Me sentía abandonado. Sin
embargo, me obligué a ir a misa. Me mudé a París para buscar trabajo, dormí en
un centro para personas sin hogar, encontré trabajo en una funeraria y volví a
la normalidad".
Un
día, al regresar de una visita a una cárcel de mujeres, Joseph sintió ante el
Santísimo que el Señor le pedía: "Deja todo y sígueme". "Yo
estaba pensando en casarme y tener hijos, así que tuve que discernir. Hablé de
ello con mi párroco y me
propuso ir a varios seminarios, entre los que muchos no me querían por mis
antecedentes. Finalmente entré en la Casa Saint-Augustin de París",
comenta.
El
seminario no fue nada fácil, Joseph tenía que volver a los estudios a sus 44
años. "Acepté que Dios me llamaba, con la condición de que fuera feliz,
perdoné a mi padre, fui a su tumba, le dije que no toleraba lo que había hecho pero que siempre seguiría
siendo mi padre. Es un gesto que necesitaba hacer. A través de su perdón,
Dios me dio este ministerio, por el que Dios ahora da su misericordia al resto.
No hay nada más hermoso", comenta el capellán del hospital Lariboisière de
París.
Fuente: ReL