Saber controlar nuestra ira es vital para conservar sanas todas las relaciones porque, finalmente, a quien ofendemos es a Dios y podríamos también romper con Él
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Sin
embargo, cuando nos sobrepasa y se transforma en ira, puede acarrear
consecuencias indeseables, dañando incluso nuestras relaciones interpersonales,
todo por no saber encauzarla.
Por eso, San Pablo recomienda: Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira. No deis ocasión al diablo » (Ef 4, 26-27).
Heridas
que no sanan
Esta
emoción mal manejada puede llegar a convertirse en un pecado grave. Dice el
Catecismo de la Iglesia católica:
La ira es un deseo de
venganza. «Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar,
es ilícito»; pero es loable imponer una reparación «para la corrección de los
vicios y el mantenimiento de la justicia» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 158,
a. 1, ad 3).
Si
la ira llega hasta el deseo deliberado de matar al prójimo o de herirlo
gravemente, constituye una falta grave contra la caridad; es pecado mortal. El
Señor dice: «Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el
tribunal» (Mt 5, 22). (CEC 2302)
Entendamos
que una persona iracunda puede ofender profundamente a sus prójimos, aun sin
tocarlos físicamente, porque la violencia se puede dar de hecho o de palabra,
provocando heridas que quizá, nunca lleguen a sanar.
Una falta
de amor
El
Evangelio nos enseña que el amor a Dios se debe reflejar en los hermanos:
«Si
alguien afirma: ‘Amo a Dios ‘, pero odia a su hermano es un mentiroso,
porque el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve» (1 Jn 4, 20).
Es
necesario que seamos honestos con nosotros mismos y hagamos un buen examen de
conciencia para reconocer cuándo nos hemos dejado arrastrar por la ira.
Enojarse debe tener sus límites, lo que requiere de fuerza de voluntad y mucha
ayuda de la gracia de Dios.
Por
ello, acudir al sacramento de la reconciliación constantemente, irá apaciguando
nuestro carácter porque seremos conscientes de nuestro pecado. Además, podemos
acudir a la guía de un director espiritual y
no olvidarnos de hacer oración a diario, incluyendo el rezo del santo rosario.
Perdonarnos
mutuamente
Finalmente,
hay que recordar que toda palabra o acción tiene consecuencias. Lo que digamos,
hagamos o dejemos de decir o hacer, dejará marca. Por eso, pensemos antes de
hablar y de actuar, poniendo sobre la balanza lo que ocurrirá después de haber
procedido, pues no habrá marcha atrás.
Sigamos, nuevamente, los
consejos del apóstol san Pablo:
No
profieran palabras inconvenientes; al contrario, que sus palabras sean siempre
buenas, para que resulten edificantes cuando sea necesario y hagan bien a
aquellos que las escuchan. No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los
ha marcado con un sello para el día de la redención. Eviten la amargura, los
arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el
contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los
otros como Dios los ha perdonado en Cristo. (Ef 4, 29-32)
Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia