El ambiente y la educación de la pequeña Luccette, una niña francesa criada en la difícil frontera marroquí, iban encaminados a hacerla un producto perfecto del ateísmo marxista y anticatólico. Sin embargo, Dios tenía otros planes mucho más grandes para ella.
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Dominio público |
"Al darme cuenta del tesoro
que acababa de caer en mis manos, y del modo tan espléndido en que quedaba
descrita la asombrosa obra divina, intenté convencer a la madre Verónica Namoyo
(Luccette) de que se debía publicar", comienza diciendo en el prólogo su
hermana de comunidad, sor Mary Francis, sobre este testimonio de conversión
interesantísimo que se acaba de publicar en Ediciones
Rialp.
Luccette era todavía una niña cuando
contemplando una puesta de sol, tras una violenta tormenta de arena, sintió la
cercanía de Dios, que la impulsó a orar. Ese será el primer eslabón de
una conversión que la llevará a abrazar la fe y, más tarde, a hacerse
monja clarisa en Argel. Repudiada por sus padres, y ya como Madre Verónica
Namoyo, sería abadesa y fundadora de dos florecientes monasterios en África.
El obispo y una mala decisión
La autobiografía de Luccette
comienza relatando los orígenes de su familia y del por qué su abuelo rechazó
abiertamente la fe. "Se abatió como un rayo una 'ordenanza' dictada por el
obispo de Quimper que obligaba a los padres cristianos a llevar a sus
hijos a escuelas católicas bajo pena de excomunión. Los padres con hijos en
escuelas públicas (las únicas donde no había que pagar) no podrían recibir
ningún sacramento", cuenta el libro.
Un hecho tan fuerte para la familia,
que el abuelo materno se negó a sacar a su hija Anne (la madre de Luccette) de
la escuela pública en la que estaba. A la par, por el otro lado de la familia
de Luccette, su padre, se había convertido en "un socialista,
pacifista y ateo convencido". Así se fue formando un hogar asentado en
la total ausencia de Dios y bajo el paraguas de los principios marxistas.
Y, entonces, nació Luccette, y un
"complot" familiar se puso en marcha: había que bautizar a la pequeña
cuanto antes. La abuela materna -que seguía creyendo en Dios, a pesar del
incidente con el obispo-, se estaba muriendo de cáncer, así que convenció a su
marido-arrepentido ya del episodio del colegio- para que la niña recibiera los
santos óleos. De esa manera, la hija de padres comunistas iba a ser
bautizada. Cuando estos se enteraron, enfadados, pusieron tierra de por
medio y se marcharon a vivir al norte de África.
La niñez de Luccette, sin embargo,
transcurría por unos cauces no especialmente placenteros para sus padres, la
falta de afecto que sentía en casa le hacía ser bastante contestataria y a
menudo se metía en demasiados líos. Aunque, por otra parte, eso la mantenía
despierta a todo tipo de estímulos, incluidos también los de tipo
religioso.
"De pronto, desde la loma en la
que estaba sentada, vi arder el cielo por encima de mí y, de alguna manera,
todo cuanto me rodeaba. Quizá la luz del crepúsculo se reflejase en los miles
de partículas de arena polvorienta que seguían flotando en el aire. Era
como una inmensa llamarada plumosa totalmente escarlata que cruzaba de un polo
al otro, con toques de color carmesí y, en uno de los extremos, de un
púrpura oscuro".
"Aquel resplandor cegador y
melodioso, con su infinita belleza, me cautivó. Y, al mismo tiempo, con un
grito de asombro de mi corazón, supe que toda aquella belleza había sido
creada, supe de Dios. Esa era una palabra que mis padres me habían ocultado. No
tenía con qué nombrarlo: Dios, Dieu, Alá o Yavé, como lo llaman los labios
humanos. Pero mi corazón supo que todo procedía de Él y solo de Él,
y que era de tal modo que podía dirigirme a Él y relacionarme con Él a través
de la oración. E hice mi primer acto de adoración", añade.
"Todo esto puede parecer
teatral. De hecho, lo fue. Han pasado sesenta años y sigo llevándolo
dentro. Ni una sola vez he sido capaz de descartar esta experiencia,
por muchas dudas intelectuales que haya podido tener", reconoce la autora
en el libro. La infancia de Luccette era como el juego del gato y el ratón,
entre Dios y ella. Se encontraba con Su presencia, la reconocía... pero nadie
antes se lo había presentado.
"Aquel hombre de la cruz"
"No era más que un catálogo de unos almacenes de París, me encantó la variedad de fotos pequeñitas de ropa, frascos de perfume, sombreros, lámparas, muebles, relojes... Y allí, en la esquina derecha de una de las páginas, vi tres cruces distintas, pero todas con un hombrecito encima, y debajo unos cuantos números. Jamás había visto un crucifijo: tan solo una cruz -que carecía de significado para mí- en lo alto de un edificio llamado 'iglesia' donde se reunía 'la gente supersticiosa'", comenta Luccette en el libro.
"Y de pronto, mientras miraba
en silencio aquellas fotos tan raras, lo supe: al hombre de la cruz lo
habían matado, y había muerto por todos los hombres, mujeres y niños. Había
muerto por mí. Era un hombre, pero era también el Hijo de Dios a quien yo ya
adoraba como Creador, como una presencia de amor universal. Era Dios. No fue
algo que formulara con una frase como estoy haciendo ahora, pero sí lo percibí
todo de golpe y tomó forma con toda claridad en mi mente incluso con
palabras", añade.
La pequeña Luccette arrancó la foto
de aquella revista y la guardó como un auténtico tesoro. "Aquel era mi
premio, mi tesoro, ¡mi icono secreto! Nadie lo debía encontrar. Por suerte, el
papel era bastante grueso; aún así, un buen día acabaría destrozado de
tanto sacarlo de su escondite con mis dedos llenos de amor para que lo
contemplaran mis ojos maravillados", relata la monja clarisa.
Luccette, durante un tiempo, debido
a su comportamiento, viviría con su abuela en Francia. Allí, en una habitación,
había colgada una cruz, así que siempre que podía se escapaba a visitarla.
"Antes de dejar Brest, hice otra visita prohibida al crucifijo yo sola. Lo
observé de cerca. Había algo escrito: INRI. 'Inri..., Inri...', repetí. ¿Se
llamaría así? Probé a dirigirme a Él por ese nombre, pero no me sonaba bien,
aunque lo usé algunas veces antes de saber, pasados dos años, que se llamaba
Jesús", confiesa.
La niña volvió a África con su
familia. El tiempo pasaba y se iba haciendo mayor, aunque seguía sacando malas
notas en el colegio y no tenía muchas ilusiones vitales por las que
pelear. Un día viviría una experiencia realmente aterradora. Así
como se encontraba con Jesús crucificado en lugares insospechados, esta vez se
toparía con el mayor enemigo de "aquel hombre", el demonio.
"Era una noche apacible y
cálida, y antes de acostarme abrí la ventana para respirar un poco de aire
fresco. Las estrellas brillaban mucho, como era habitual en aquella época del
año. De repente, fue como si empezaran a crecer, a moverse y a unirse unas con
otras, componiendo un telón de fondo de luz plateada sobre el que se dibujó una
silueta negra semejante a una inmensa ave de presa. Un instante después
la criatura se había posado sobre mí. Estaba aterrada y era incapaz de
moverme".
"El monstruo me agarró por los
hombros, hundiendo en mí sus garras afiladas. Me quedé espantada, incapaz de
moverme. Estaba empezando a alzarme por el aire cuando clamé a Dios sin
palabras. Entonces noté cómo un peso enorme me clavaba al suelo. Luego
me quedé sola, con el cuerpo y el alma zarandeados. El dolor de hombros me
duró varios días. En aquel momento estaba convencida de haber tenido un
encuentro con el demonio, que había cobrado forma", relata.
Luccette fue entrando en la juventud, comenzó sus estudios
universitarios de Filosofía, leyó a Bergson, quien "la liberó de la superficialidad del
materialismo" -ella perteneció incluso al Partido Comunista-, y
conoció también a una amiga católica, cuyas oraciones, la llevarían, en parte,
a una conversión profunda. Un campamento de verano de la Juventud Estudiante
Católica sería clave en su camino de fe, allí, "su profeta jesuita",
le entregaría la estampita del que sería su nuevo padre: San Francisco de Asís.
El libro cuenta detalladamente este periodo de conversión.
Verónica Namoyo Le Goulard (1922-2013) ingresó en el Monasterio de Clarisas Pobres de Argel a los
veintidós años y acabó siendo su abadesa, antes de abandonarlo para
fundar otro en Lilongüe (Malaui). Después de un brillante período de
varios años como abadesa en Malaui, la madre Verónica Namoyo regresó a Francia
con la gozosa esperanza de acabar sus días terrenales llevando una vida
contemplativa perfectamente oculta. Pero, muy pronto, Roma volvió a enviarla a África,
esta vez para refundar una comunidad de Lusaka (Zambia).
Tras muchos años como abadesa, insistió en que el gobierno de la
abadía le fuera confiado a una nativa africana. Al tomar el hábito de clarisa
pobre, Luccette adoptó el nombre de "Verónica", al que un arzobispo
africano tuvo el acierto
de añadir otro tan definitorio como el de "Namoyo", "dadora de
vida": un apelativo más que adecuado para la mujer que lo llevaba. El
testimonio de esta mujer es un canto al poder de Dios para transformar una
vida.
Puedes adquirir
aquí 'Porque hizo maravillas' (Ediciones Rialp), de Verónica Namoyo.
J. Cardoso
Fuente: ReL