Este miércoles se hizo pública la Carta al Pueblo de Dios, un texto no muy largo aprobado por los participantes del Sínodo de la Sinodalidad en Roma.
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Dominio público |
El texto destaca una
única novedad: es la primera vez que en un Sínodo de Obispos, hay laicos ("hombres y
mujeres, en virtud de su bautismo") no solo dando ideas sino votando.
El texto menciona el método empleado ("la conversación en el Espíritu") y el objetivo: "discernir lo que el Espíritu Santo
quiere decir a la Iglesia hoy".
Actividades realizadas: rezar "por las víctimas de la violencia homicida,
sin olvidar a todos a los que la miseria y la corrupción les han arrojado a los peligrosos caminos de la
emigración"; asegurar "solidaridad y compromiso" a los "artesanos de justicia y de
paz"; en la vigilia ecuménica inicial, experimentar que "la sed de unidad crece en la
contemplación silenciosa de Cristo crucificado".
Apenas se
menciona nada de tema ecológico, sólo una alusión a que
"resuenan, cada vez con mayor urgencia, el clamor de la tierra y el clamor
de los pobres".
Además de la Virgen, se menciona sólo a un santo, Santa Teresita de Lisieux,
sobre la que el Papa ha publicado estos días una exhortación apostólica. Usan
una frase de la santa: "'Es
la confianza' lo que nos da la audacia y la libertad interior que
hemos experimentado".
En la última parte del texto, se intenta enumerar un listado de
tipos de personas a las que la Iglesia, dicen, debe escuchar (como hay que
escuchar a todos, es una especie de clasificación de la humanidad). Así,
figuran en este orden:
El texto finaliza con una invocación a la Virgen María ("ella
nos muestra a su Hijo y nos invita a la confianza") y el reconocimiento de
que "es Él, Jesús,
nuestra única esperanza".
A continuación, el texto
íntegro.
Carta al Pueblo de Dios:
La sinodalidad es el camino de la Iglesia del tercer milenio
Carta de la XVI
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos al Pueblo de Dios,
aprobada por la Asamblea Sinodal.
Queridas hermanas, queridos hermanos:
Cuando se acerca la conclusión de los
trabajos de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo
de los Obispos, queremos, con todos vosotros, dar gracias a Dios por la hermosa
y rica experiencia que acabamos de vivir. Este tiempo bendecido lo hemos vivido
en profunda comunión con todos vosotros. Hemos sido sostenidos por vuestras
oraciones, llevando con nosotros vuestras expectativas, vuestras preguntas y
también vuestros miedos.
Han pasado ya dos años desde que, a
petición del Papa Francisco, se inició un largo proceso de escucha y
discernimiento, abierto a todo el pueblo de Dios, sin excluir a nadie para
“caminar juntos”, bajo la guía del Espíritu Santo, discípulos misioneros siguiendo
a Jesucristo.
La sesión que nos ha reunido en Roma
desde el 30 de septiembre constituye una etapa importante en este proceso. Por
muchos motivos, ha sido una experiencia sin precedentes. Por primera vez, por
invitación del Papa Francisco, hombres y mujeres han sido invitados, en virtud
de su bautismo, a sentarse en la misma mesa para formar parte no solo de las
discusiones, sino también de las votaciones de esta Asamblea del Sínodo de los
Obispos.
Juntos, en la complementariedad de
nuestras vocaciones, de nuestros carismas y de nuestros ministerios, hemos
escuchado intensamente la Palabra de Dios y la experiencia de los demás.
Utilizando el método de la conversación en el Espíritu, hemos compartido con
humildad las riquezas y las pobrezas de nuestras comunidades en todos los
continentes, tratando de discernir lo que el Espíritu Santo quiere decir a la
Iglesia hoy.
Así hemos experimentado también la
importancia de favorecer intercambios recíprocos entre la tradición latina y
las tradiciones del Oriente cristiano. La participación de delegados fraternos
de otras Iglesias y Comunidades eclesiales ha enriquecido profundamente
nuestros debates. Nuestra asamblea se ha llevado a cabo en el contexto de un
mundo en crisis, cuyas heridas y escandalosas desigualdades han resonado
dolorosamente en nuestros corazones y han dado a nuestros trabajos una gravedad
peculiar, más aún cuando algunos de nosotros venimos de países en los que la
guerra se intensifica.
Hemos rezado por las víctimas de la
violencia homicida, sin olvidar a todos a los que la miseria y la corrupción
les han arrojado a los peligrosos caminos de la emigración. Hemos garantizado
nuestra solidaridad y nuestro compromiso al lado de las mujeres y de los
hombres que en cualquier lugar del mundo actúan como artesanos de justicia y de
paz.
Por invitación del Santo Padre, hemos
dado un espacio importante al silencio, para favorecer entre nosotros la
escucha respetuosa y el deseo de comunión en el Espíritu. Durante la vigilia
ecuménica de apertura, experimentamos cómo la sed de unidad crece en la
contemplación silenciosa de Cristo crucificado. “La cruz es, de hecho, la única
cátedra de Aquel que, dando su vida por la salvación del mundo, encomendó sus discípulos
al Padre, para que ‘todos sean uno’ (Jn 17,21).
Firmemente unidos en la esperanza que
nos da Su Resurrección, Le hemos encomendado nuestra Casa común, donde
resuenan, cada vez con mayor urgencia, el clamor de la tierra y el clamor de
los pobres: ‘¡Laudate Deum!’”, recordó el Papa Francisco precisamente al inicio
de nuestros trabajos. Día tras día, hemos sentido el apremiante llamamiento a
la conversión pastoral y misionera. Porque la vocación de la Iglesia es
anunciar el Evangelio no concentrándose en sí misma, sino poniéndose al
servicio del amor infinito con el que Dios ama el mundo (cf. Jn 3,16).
Ante la pregunta de qué esperan de la
Iglesia con ocasión de este sínodo, algunas personas sin hogar que viven en los
alrededores de la Plaza de San Pedro respondieron: “¡Amor!” Este amor debe
seguir siendo siempre el corazón ardiente de la Iglesia, amor trinitario y
eucarístico, como recordó el Papa, evocando el 15 de octubre, en la mitad del
camino de nuestra asamblea, el mensaje de Santa Teresa del Niño Jesús. “Es la
confianza” lo que nos da la audacia y la libertad interior que hemos
experimentado, sin dudar en expresar nuestras convergencias y nuestras
diferencias, nuestros deseos y nuestras preguntas, libremente y humildemente.
¿Y ahora? Esperamos que los meses que
nos separan de la segunda sesión, en octubre de 2024, permitan a cada uno
participar concretamente en el dinamismo de la comunión misionera indicada en
la palabra “sínodo”. No se trata de una ideología, sino de una experiencia
arraigada en la Tradición Apostólica. Como nos recordó el Papa al inicio de
este proceso: “Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad
[…] promoviendo la implicación real de todos y cada uno, la comunión y la
misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos” (9 de
octubre de 2021). Los desafíos son múltiples y las preguntas numerosas: la
relación de síntesis de la primera sesión aclarará los puntos de acuerdo
alcanzados, evidenciará las cuestiones abiertas e indicará cómo continuar el
trabajo”.
Para progresar en su discernimiento,
la Iglesia necesita absolutamente escuchar a todos, comenzando por los más
pobres. Eso requiere, por su parte, un camino de conversión, que es también un
camino de alabanza: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado
a los pequeños” ( Lc 10,21). Se trata de escuchar a aquellos que no tienen
derecho a la palabra en la sociedad o que se sienten excluidos, también de la
Iglesia. Escuchar a las personas víctimas del racismo en todas sus formas, en
particular en algunas regiones de los pueblos indígenas cuyas culturas han sido
humilladas. Sobre todo, la Iglesia de nuestro tiempo tiene el deber de
escuchar, con espíritu de conversión, a aquellos que han sido víctimas de
abusos cometidos por miembros del cuerpo eclesial, y de comprometerse
concretamente y estructuralmente para que eso no vuelva a suceder.
La Iglesia necesita también escuchar
a los laicos, a las mujeres y a los hombres, todos llamados a la santidad en
virtud de su vocación bautismal: el testimonio de los catequistas, que en
muchas situaciones son los primeros en anunciar el Evangelio; la sencillez y la
vivacidad de los niños, el entusiasmo de los jóvenes, sus preguntas y sus
peticiones; los sueños de los ancianos, su sabiduría y su memoria. La Iglesia
necesita escuchar a las familias, sus preocupaciones educativas, el testimonio
cristiano que ofrecen en el mundo de hoy. Necesita acoger las voces de aquellos
que desean ser involucrados en ministerios laicales o en organismos
participativos de discernimiento y de decisión. La Iglesia necesita
particularmente, para progresar en el discernimiento sinodal, recoger todavía
más las palabras y la experiencia de los ministros ordenados: los sacerdotes,
primeros colaboradores de los obispos, cuyo ministerio sacramental es
indispensable en la vida de todo el cuerpo; los diáconos, que a través de su
ministerio representan la preocupación de toda la Iglesia por el servicio a los
más vulnerables. Debe también dejarse interpelar por la voz profética de la
vida consagrada, centinela vigilante de las llamadas del Espíritu. Y debe
también estar atenta a aquellos que no comparten su fe, pero que buscan la
verdad, y en los que está presente y activo el Espíritu, Él que ofrece “a todos
la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual” (Gaudium et spes 22).
“El mundo en el que vivimos, y que
estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la
Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión.
Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la
Iglesia del tercer milenio” (Papa Francisco, 17 de octubre de 2015). No debemos
tener miedo de responder a esta llamada. La Virgen María, primera en el camino,
nos acompaña en nuestro peregrinaje. En las alegrías y en los dolores Ella nos
muestra a su Hijo y nos invita a la confianza. ¡Es Él, Jesús, nuestra única
esperanza!
Ciudad del Vaticano, 25 de octubre de 2023
P. J. G.
Fuente: ReL