Este capuchino argentino de 96 años recién nombrado cardenal no se
plantea dejar el confesionario. «Nadie te puede dar esa felicidad que se siente
cuando Dios te perdona»
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El capuchino con el rosario y el mate durante la entrevista con Schaerer. Foto: Lucas Schaerer |
El
santuario de Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya es imponente. Se ubica
en una zona de casas bajas, por lo que resalta aún más su altura y la
arquitectura de castillo medieval. Se encuentra desde 1902 en una esquina del
barrio al que dio nombre, en la periferia de Buenos Aires. En estas cuadras de
la ciudad, entre los pobres y los trabajadores que van y vienen apurados, a pie
o en decenas de líneas de autobuses, el santuario es un edén de paz.
Dentro
del templo, en la enfermería de la provincia rioplatense de los capuchinos,
reside uno de los cardenales cuya creación fue anunciada por el Papa Francisco
el pasado 9 de julio, el Día de la Independencia en su patria: el humilde
apóstol del confesionario y de la oración Luis Dri, fraile de 96 años. Recibe
a Alfa y Omega con un rosario entre las manos. Antes
de responder, se persigna.
¿Lo debemos llamar
«eminencia»?
No, por favor. Apenas Luis. Un fraile loco. Soy un hermano franciscano que no
valgo para nada.
Pero ahora el Papa
dice que usted es cardenal.
Bueno, el Papa en esto no proclama un dogma de fe. Sí, con él tenemos mucha
comunicación, mucha química. Él cree que soy otra cosa, pero no soy nada. Me
crié en el campo entre chanchos, vacas, ovejas y caballos. No tengo grandes
conocimientos. Si bien pude estudiar y viajar a distintos países para aprender,
no soy doctor en nada.
Francisco siempre
destaca de usted que se doctoró en confesionario.
Con mucho cariño, entrega y sin cansancio. Creo que nunca dije que estoy
cansado para atender en los horarios que puse, de mañana y tarde. Abre la
iglesia y ahí estoy. Si hay necesidad de seguir, sigo.
¿De dónde le surge
esta entrega?
Del hecho de que yo también necesito la confesión. Me he confesado desde niño.
A veces algún cura no me trató bien. Tenía 8 o 10 años. En esos casos uno se
siente mal. Se aprende a confesar reconociendo que uno también es pecador. Yo
no soy más que vos, soy tan pecador como vos. Quiero que te vayas bien, con
tranquilidad y sosiego, que no te vayas de acá diciendo: «El cura no me entendió,
no supo decirme nada». Si venís con la mochila cargada, quiero que esa mochila
la vacíen acá; que te vayas tranquilo. Viene gente con muchos problemas. Me
acuerdo hace años, la primera vez que me dijeron: «Yo asesiné». Me impactó.
¿Qué hizo?
El Señor me dio el don del sacerdocio. Y el Señor dijo: «A quienes perdonen los
pecados, les serán perdonados. A quienes se los retengan, le serán retenidos».
Por eso me siento feliz de poder decir que «por los méritos de la muerte y
resurrección de Jesús, en nombre de la Iglesia, yo te absuelvo en nombre del
Padre, del Hijo y el Espíritu Santo». No soy yo el que absuelve; es Jesús, por
medio del Espíritu Santo. Esto es muy significativo. Es impagable. Nadie te
puede dar esa felicidad que se siente cuando Dios te perdona y estás
purificado. Soy administrador del sacramento de la Reconciliación, no su dueño.
¿Cómo voy a decir que estoy cansado si otros pasan horas y horas para ganar un
sueldo?
También es conocido
por su entrega a los necesitados.
Nunca me olvidé de mi origen: Federación, en la provincia de Entre Ríos. Lo
llevo grabado. Doy gracias a mi madre, que me enseñó a no despreciar a ningún
necesitado. Cuando alguien llegaba a casa, que era raro, me decía: «Dale lo que
tengas, cualquier cosa». Aunque nosotros no teníamos casi nada. Vivíamos del
campo, de lo que podíamos cosechar.
¿Cómo llegó a
ingresar en los capuchinos?
En Concordia, una ciudad cerca de Federación, los frailes acompañaron al
párroco hasta mi pueblo. Me vieron en Misa ayudando y me engancharon. Uno de
ellos fue a hablar con mi madre. Ella estaba feliz y contenta, no hizo problema
en lo más mínimo. Un buen día me saqué la cédula para viajar y el 28 de enero
del año 1938 llegué al noviciado de la provincia rioplatense de los capuchinos
en Montevideo, en Uruguay.
¿Qué significa para
usted la oración?
La aprendí en casa. Desde chiquito rezaba el rosario. Ahora rezo los 15
misterios cada día porque entiendo, como decía el padre Pío, que es el arma más poderosa contra el demonio.
Además, la oración es nuestra fuerza espiritual, nuestro alimento. En el
capítulo 15 del Evangelio de san Juan Jesús dice: «Sin mí no pueden hacer
nada». Soy feliz cuando estoy rezando.
Usted conoció a Jorge
Mario Bergoglio cuando era cardenal. Incluso fue su confesor. ¿Qué recuerda más
de él?
Él era muy devoto de la Virgen del Rosario de Nueva Pompeya y tenía mucho
cariño a los frailes. Para cualquier fiesta, tomaba el autobús —jamás taxi— y
venía acá. Subía al camarín y, escondido, le rezaba a la Virgen de Pompeya. Le
tiene un gran cariño. La Virgen es milagrosa. Porque fíjese en mi caso: tuve
todas las enfermedades: cáncer de colón, de intestino, fracturas de costillas,
las dos caderas, brazos, codos. Mi oncólogo me decía que no es normal. Yo digo
que actuó la Virgen de Pompeya. Por eso invito a que se refugien en ella.
Porque lo que no hace una madre no lo hace nadie. Jesús nos la entregó como
madre.
Lucas Schaerer
Fuente: Alfa y Omega