Ante las reliquias de Santa Teresa de Lisieux y sus padres, Santa María Celia Guérin y Luis Martin, en la Plaza de San Pedro, el Santo Padre pronunció su decimosexta catequesis del ciclo dedicado a la pasión por la evangelización
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Es patrona de las misiones, pero nunca estuvo
en misión. Santa Teresa de Lisieux era una religiosa carmelita y su vida estuvo
bajo el signo de la pequeñez y la debilidad: ella misma se definía “un pequeño
grano de arena”. A ella, el Santo Padre Francisco consagró su decimosexta
catequesis del ciclo dedicado a la pasión por la evangelización este miércoles
7 de junio por la mañana durante la Audiencia General en la Plaza de San Pedro.
El Pontífice recordó que Santa Teresita nació
hace 150 años y, en este aniversario, comentó que tiene la intención de
dedicarle una Carta Apostólica. Junto al Papa, se encontraban las reliquias de
la santa, así como las de sus padres, San Luis Martin y Santa Celia
Guérin.
De salud frágil, Santa Teresita murió con tan
solo 24 años. Pero, aunque su corazón estaba enfermo, su corazón era vibrante,
misionero. En su diario, cuenta que ser misionera era su deseo y que quería
serlo no solo por algunos años, sino durante toda la vida, es más, hasta el fin
del mundo.
Teresa fue “hermana espiritual” de diversos
misioneros: “desde el monasterio, explicó el Obispo de Roma, los acompañaba con
sus cartas, con la oración y ofreciendo por ellos continuos sacrificios. Sin
aparecer intercedía por las misiones, como un motor que, escondido, da a un
vehículo la fuerza para ir adelante”.
Sin embargo, a menudo no fue entendida por las
hermanas monjas: obtuvo de ellas “más espinas que rosas”, pero aceptó todo con
amor, con paciencia, ofreciendo junto a la enfermedad, también los juicios y
las incomprensiones. Y lo hizo con alegría, por las necesidades de la Iglesia,
para que, como decía, se esparcieran “rosas sobre todos” sobre todo sobre los
más alejados.
Todo este celo, esta alegría, ¿de dónde llegan?
El Sucesor de Pedro compartió dos episodios de
la vida de la santa: el primero se refiere al día que le cambió la vida, la
Navidad de 1886, cuando Dios obró un milagro en su corazón. A Teresa le
quedaban poco para cumplir catorce años.
Y prosiguió:
“Siendo la hija más pequeña, en casa era mimada
por todos. Al volver de la Misa de medianoche, el padre, muy cansado, no tenía
ganas de asistir a la apertura de los regalos de la hija y dijo: «¡Menos mal
que es el último año!». Teresa de carácter muy sensible y propensa a las
lágrimas, se sintió mal, subió a su habitación y lloró. Pero rápido se repuso
de las lágrimas, bajó y llena de alegría, fue ella la que animó al padre. ¿Qué
había pasado? Que, en esa noche, en la que Jesús se había hecho débil por amor,
ella se volvió fuerte de ánimo: en pocos instantes había salido de la prisión
de su egoísmo y de su lamento; empezó a sentir que “la caridad le entraba en el
corazón, con la necesidad de olvidarse de sí misma (cfr Manuscrito A,
133-134)”.
“Desde entonces -dijo Francisco-, dirigió su
celo a los otros, para que encontraran a Dios y en vez de buscar consolación
para sí se propuso «consolar a Jesús, hacerlo amar por las almas», porque –
anotó Teresa, doctora de la Iglesia – «Jesús está enfermo de amor y [...] la enfermedad
del amor sólo se cura con amor» (Carta Marie Guérin, julio 1890). Este es el
propósito de todas sus jornadas: «hacer amar a Jesús» (Carta a Céline, 15
octubre de 1889), interceder por los otros. Escribió: «Quisiera salvar las
almas y olvidarme por ellos: quisiera salvarles también después de mi muerte» (Carta
al P. Roullan, 19 marzo 1897). En más de una ocasión dijo: «Pasaré mi
cielo a hacer el bien en la tierra». Este fue el primer episodio que le cambió
la vida a los 14 años, precisó el Pontífice.
La fuerza de la intercesión movida por la
caridad
El segundo acontecimiento que el Obispo de Roma
desglosó fue cuando Teresa supo de un criminal condenado a muerte por crímenes
horribles, Enrico Pranzini: considerado culpable del brutal homicidio de tres
personas, estaba destinado a la guillotina, pero no quiso recibir el consuelo
de la fe. Lo tomó muy en serio e hizo todo lo que pudo: “Reza de todas las
formas por su conversión, para que el que, con compasión fraterna, llama «pobre
desgraciado Pranzini», tenga un pequeño signo de arrepentimiento y haga
espacio a la misericordia de Dios, en la que Teresa confía ciegamente”.
“Esta es la fuerza de la intercesión movida por
la caridad, este es el motor de la misión”, añadió. En efecto, los misioneros,
de los que Teresa es patrona, continuó, “no son solo los que hacen mucho
camino, aprenden lenguas nuevas, hacen obras de bien y son muy buenos
anunciando; no, misionero es también cualquiera que vive, donde se encuentra,
como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo para que, a través de
su testimonio, su oración su intercesión, Jesús pase”.
El Papa puntualizó que este es el celo
apostólico que no funciona por proselitismo o por constricción, sino por
atracción. “Uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, sino
porque es tocado por el amor”, agregó. “A la Iglesia, acotó, antes que muchos
medios, métodos y estructuras, que a veces distraen de lo esencial, necesita
corazones como el de Teresa, corazones que atraen al amor y acercan a Dios”.
Santa Teresa invitó a pedir a la santa la
gracia -aprovechando que estaban presentes sus reliquias- de superar nuestro
egoísmo y la pasión de interceder, “de interceder para que esta atracción sea
más grande en la gente y para que Jesús sea conocido y amado”, concluyó.
Sebastián Sansón Ferrari – Ciudad del Vaticano
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