Después de 24
años, la comunidad de "las Anas" de Murcia celebra una nueva
profesión solemne: la de Mihaela María Rodríguez, de 29 años
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Mihaela María Rodríguez, en la celebración de la nueva profesión solemne. Diócesis de Cartagena. Dominio público |
El
Monasterio de Santa Ana de Murcia, de monjas dominicas, celebraba el pasado
domingo la entrada de una nueva hermana: Mihaela María Rodríguez, de 29 años, que se
encontró con la llamada de Dios después de una adolescencia alejada de la fe.
La historia de Mihaela María la narra la delegación
de Medios de la diócesis de Cartagena, que ha
podido entrevistas a esta joven que nació en Rumanía. Fue adoptada por un
matrimonio canario a los 4 años y creció en Tenerife, en un entorno que no era
especialmente creyente. «Hice la Primera Comunión y también la catequesis de
Confirmación, pero no me llegué a confirmar», recuerda. La fecha coincidía con
su graduación del instituto y prefirió dejarlo pasar. Poco después, comenzó la
carrera de Turismo.
«Me
alejé de Dios; tenía una vida como la de las chicas de hoy, salía de fiesta y
el Señor estaba, cada vez más, en un segundo plano». Conoció el movimiento
eclesial de Comunión y Liberación, pero sentía que, en su vida, buscaba algo
diferente. «El Señor me fue atrayendo a él poco a poco; no sabía qué quería de
mí, pero él iba obrando», explica.
El
testimonio de Tamara Falcó
Para entonces, había
una influencer que
le encantaba: Tamara
Falcó. La seguía en todas sus redes sociales y, un día, su
madre le contó que la celebrity había
ido a un retiro. A
Mihaela María le llamó la atención y quiso hacer uno. Le preguntó a una amiga
que era cristiana y ella le habló de una comunidad de monjas dominicas. «Nada
más conocer a las hermanas, sin saber cómo era la vida religiosa, vi algo
distinto; una felicidad que ellas tenían, y quise saber qué era», dice
entusiasmada.
Junto a estas monjas hizo una experiencia de 15
días que consistió en vivir con ellas, como una más. «No sentía que Dios me
llamaba a monja; pero me encontraba muy a gusto», cuenta con sencillez. Le
atrajo la vida en comunidad y, especialmente, el lugar central que ocupaba la
oración: «Me impresionó mucho, porque yo nunca había orado más de cinco
minutos». Su vocación, sin embargo, se gestó después. «Cuando volví a casa, vi que todo era
distinto: nada me llenaba, las cosas que me solían llamar la atención me daban
igual; mi vida estaba en otro lugar».
En ese momento tenía 21 años. Visitaba a las monjas cada semana; empezó a ir a
Misa, porque ella «no era una chica religiosa»; aprendió con las hermanas a
rezar el Rosario y, cuatro meses después del retiro, entró al convento. Medio
año más tarde, un día de san José, tomó el hábito como novicia dominica y más
adelante, en 2019, se trasladó a la comunidad de Murcia, al Monasterio de Santa
Ana, donde comenzó a reflexionar sobre su propia historia familiar. «Con ayuda de las hermanas y mucho
discernimiento, sentía que tenía que buscar mis orígenes, mis raíces; que algo
faltaba en mi historia».
Consiguió localizar a su familia
biológica en Rumanía y, por videollamada, conocer a sus padres y seis hermanos.
Al año siguiente, pudo viajar a su país de origen para verlos en persona. Sus
padres biológicos, en una difícil situación económica, la habían confiado a un
centro siendo un bebé. Por
su delicada salud, la pequeña estuvo en un hospital. Cuando pudieron volver a
hacerse cargo de ella, fueron a recogerla para llevarla de nuevo a casa, pero
por más que buscaron no lograron encontrarla. Había desaparecido. En este reencuentro,
aquella hija perdida había sido por fin encontrada.
Finalizado el noviciado, Mihaela María realizó su profesión solemne el pasado
domingo, acompañada por numerosos sacerdotes y seminaristas, amigos y
familiares. La ceremonia tuvo lugar en el Monasterio de Santa Ana, 24 años
después de la última profesión allí celebrada. «Fue impresionante; no tengo palabras para
describir tanta felicidad».
Hizo la profesión a
Dios, a la Virgen María y a santo Domingo, y la promesa de obediencia a la
priora y a sus sucesoras. El rito constó de tres postraciones, además del
escrutinio, y la bendición del velo y del anillo, símbolos de consagración.
Después se realizó el rito de acogida, con el abrazo a cada hermana, por el que
pasaba a formar parte de la comunidad. «Las palabras que tengo son felicidad y
mucha paz por entregarme al Señor por completo», sonríe.
Tiene claro que ha
entrado al convento «dejándolo todo», porque ha dejado atrás familia, tierra y
proyectos, pero ha recibido mucho más. «Los jóvenes de hoy tienen mucho miedo al compromiso, yo también
lo tenía; pero he encontrado en él una libertad muy grande: la de hacer la
voluntad de Dios, lo que él me pide en cada momento. He descubierto que la
felicidad está en dar un sí sin condiciones para que sea Dios quien lo haga
todo».
Fuente: ECCLESIA