Esta agustina recoleta, filipina de origen, dice haber heredado de Dios su vocación contemplativa y de su abuela, la de pintora.
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Foto: Ibon Pérez. Dominio público |
Nada más hacer sonar el timbre del
monasterio de la Purísima Concepción de Lekeitio, en Vizcaya, al otro lado del
torno sor Rosanet saluda con el obligado «Ave María purísima» en tono cordial.
Un «sin pecado concebida» a modo de contraseña y ya estás dentro del remanso de
paz. La filipina sor Mirra Recoleta (del inglés Myrrhaline), de 46 años, llega escoltada
por la superiora, la madre María Lourdes, de 89 años, y por la madre Mari
Carmen, de 70, la priora. Estas agustinas recoletas son
alegres y de paso decidido, aunque la más joven no puede camuflar la timidez
tras el resplandeciente hábito.
A pesar de su avanzada edad, la
rectora permanece erguida y, con gesto afable, extiende unas apetecibles
rosquillas a modo de bienvenida: «Son sin azúcar», dice entre las verjas que
las mantienen aisladas del mundo exterior por propia voluntad. «Viendo cómo
están las cosas ahí afuera, estáis mejor aquí adentro», me atrevo a decir. Las
tres sonríen al unísono, se sientan a un lado ellas y el visitante, al otro.
Autora de un centenar de cuadros al
óleo, la religiosa de Filipinas asevera que «el talento no se puede esconder».
Quizás por eso, Mirra Recoleta no duda en bajar desde su celda alguna de sus
obras al recibidor que hay detrás de las rejas de clausura y hace visible su
don. Ha seleccionado una pequeña muestra de todas sus pinturas. Destaca un
dibujo de san José durmiente susurrado por un ángel y uno del Inmaculado
Corazón de María. Los enseña con la humildad del que no se siente un artista de
los lápices y pinceles.
Mientras cuida de la huerta, reza o
atiende a las más mayores, sor Mirra les ha dado forma y color en su tiempo de
ocio. Es su día a día, dividido entre la oración y los lienzos, al compás
del ora et labora. Pero a veces deja sus herramientas de
trabajo para ayudar a una comunidad que en la actualidad está constituida por
un total de ocho monjas. No hace exposiciones ni muestra sus obras, por lo
que Alfa y Omega es testigo y observador privilegiado
de sus trabajos. Algunos los realiza por encargo: «se los envío a mi primo de
Dinamarca para que las use en actividades benéficas» y otros pedidos que le
piden las hermanas, «como la amatxu, la Virgen de
Begoña, patrona de Vizcaya», que todavía no ha logrado acabar porque tiene que
retocar algunas partes de su cara.
En ocasiones saca su lado más
gamberro y dibuja a las hermanas cuando están desprevenidas. «Mira, así me
retrató en un descuido», señala la priora, la madre Mari Carmen, agarrando un
lienzo de un rostro armónico que bien podría tratarse de la mismísima santa
Teresa.
Sor Mirra nació con esa bendición y
comenzó a pintar de forma autodidacta a los 6 años. «Lo llevaba en los genes
debido a que mi abuela era pintora y empecé dibujando a carboncillo al
iniciarme en esta disciplina», afirma, como quien se quiere quitar importancia.
Sus padres tenían una academia en Filipinas y no le podían prestar mucha
atención; de hecho, le solían repetir que «del arte no se puede vivir», pero
animaban a su hija a continuar con su afición. Sería la mayor de sus dos
hermanas de sangre —monjas, al igual que sor Mirra Recoleta— la que le
enseñaría a perfeccionar algunos gestos de las facciones.
Gracias a las clases que esta le
impartió, ahora es la propia Mirra la que, con la practica adquirida, enseña a
pintar a la madre Carmen, gallega, otra de las monjas de su comunidad. «Va
progresando, pero a la pobre no le salen bien las caras», subraya.
Hasta hace poco, mostraba al mundo
«la alegría de la vida de clausura» y su arte a través de una página de
Facebook, pero ahora prefiere reservar sus obras para sí misma y, como mucho,
enseñarlas a su familia y conocidos. «Me había empezado a seguir mucha gente y
quería un poco de intimidad», aclara.
Nacida en el seno de una familia de
profundas convicciones religiosas, sor Mirra es la novena de diez hermanos,
cuatro chicos y seis chicas. Recaló en la localidad costera de Vizcaya en 2023
siguiendo las recomendaciones de un misionero de la orden, profesor a su vez de
la Universidad de Negros Occidental Recoletos de Bacolod (Filipinas), donde
había cursado la carrera de Comercio. Desde el convento, asegura que su
prioridad es la llamada de Dios y que cada pincelada que da es por Él: «La
parte espiritual está por encima del talento», aclara.
A los 18 años encontró un libro
sobre la vida de santa Inés, virgen y mártir. «Me impresionó muchísimo su
entrega a Dios, me atrajo su biografía y me prometí que, a partir de entonces,
solamente sería de Jesús. He cumplido fielmente la promesa que le hice al
Salvador», declara emocionada. Una vez graduada, explica que consiguió trabajar
de lo suyo, pero que el deseo de entregarse a Jesús no aminoró y que fue a más
y más.
En una ocasión, su director
espiritual quiso poner a prueba la magnitud de su fe. Le preguntó si sería
capaz de renunciar a sus pinturas y a su don por Dios. «Contesté
afirmativamente». Había superado la prueba. Podría ingresar en las agustinas
recoletas. Preparó en secreto los papeles, actualizó el pasaporte y puso en
regla su visado. Terminados los trámites, llegó el momento de dar a conocer la
decisión a su familia. «Al principio mis padres quedaron sorprendidos, pero
reflexionando un poco, aceptaron mi voluntad», añade. A pesar de unos problemas
de visión que van en aumento, está convencida de que si sigue pintando es
porque «así lo quiere Dios, quien entiende que las dos vocaciones son
compatibles», concluye la religiosa.
Se apagan las luces y las tres mujeres regresan a sus actividades, en tenor de su vida. Están a punto de sonar las campanas que indican que son las siete de la tarde y que es hora de volver a la capilla para rezar. Es el momento de las completas. Puede que sor Mirra saque tiempo para pintar más tarde, en el monasterio de la Purísima Concepción de Lekeitio, el único lugar donde puede buscar inspiración creativa gracias a la observación.