Capítulo 7: DEL EXAMEN DE LA PROPIA CONCIENCIA Y DEL PROPÓSITO DE LA ENMIENDA.
1. Sobre todas las cosas es necesario que el
sacerdote de Dios llegue a celebrar, manejar y recibir este Sacramento con
grandísima humildad de corazón y con devota reverencia, con entera fe y con
piadosa intención de la honra de Dios.
Examina diligentemente tu conciencia, y
según tus fuerzas límpiala adórnala con verdadero dolor y humilde confesión, de
manera que no tengas o sepas cosa grave que te remuerda y te impida llegar
libremente al Sacramento. Ten aborrecimiento de todos tus pecados en general, y
por las faltas diarias duélete y gime más particularmente. Y si el tiempo lo
permite, confiesa a Dios todas las miserias de tus pasiones en lo secreto de tu
corazón.
2. Llora y duélete de que aún eres tan carnal y
mundano, tan poco mortificado en las pasiones, tan lleno de movimientos de
concupiscencia; Tan poco diligente en la guarda de los sentidos exteriores, tan
envuelto muchas veces en vanas imaginaciones; Tan inclinado a las cosas
exteriores, tan negligente en las interiores; Tan fácil a la risa y a la disipación,
tan duro para las lágrimas y la compunción; Tan dispuesto a la relajación y
regalos de la carne, tan perezoso al rigor y al fervor; Tan curioso para oír
novedades y ver cosas hermosas; tan remiso en abrazar las humildes y
despreciadas; Tan codicioso de poner mucho; tan encogido en dar; tan avariento
en retener; Tan inconsiderado en hablar, tan poco detenido en callar; tan
descompuesto en las costumbres, tan indiscreto en las obras; Tan desordenado en
el comer, tan sordo a las palabras de Dios. Tan presto para holgarte, tan
tardío para trabajar; Tan despierto para oír hablillas y cuentos, y tan
soñoliento para velar en oración; Tan impaciente por llegar al fin, y tan vago
en la atención; Tan negligente en el rezo, tan tibio en la Misa, tan indevoto en
la Comunión; Tan a menudo distraído, tan raras veces enteramente recogido; Tan
prontamente conmovido a la ira, tan fácil para disgustar a los demás; Tan
propenso a juzgar, tan riguroso en reprender; Tan alegre en la prosperidad, tan
abatido en la adversidad; Tan fecundo en los buenos propósitos, y tan estéril
en ponerlos por obra.
3. Después de haber confesado y llorado estos y
otros defectos con dolor y gran disgusto de tu propia fragilidad, propón
firmemente de enmendar siempre tu vida, y mejorarla de allí adelante. En
seguida, abandonándote a Mí con absoluta y entera voluntad, ofrécete a ti mismo
para gloria de mi nombre en el altar de tu corazón, como sacrificio perpetuo,
encomendándome a Mí con entera fe el cuidado de tu cuerpo y de tu alma. Para que
de esta manera merezcas llegar dignamente a ofrecer el santo sacrificio, y
recibir saludablemente el Sacramento de mi cuerpo.
4. Pues no hay ofrenda más digna, ni mayor
satisfacción para borrar los pecados, que ofrecerse a sí mismo pura y
enteramente a Dios, con el sacrificio del cuerpo de Cristo en la Misa y
Comunión. Si el hombre hiciere lo que está de su parte, y se arrepintiere
verdaderamente, cuantas veces acudiere a Mí por perdón y gracia: Vivo yo, dice
el Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva;
porque no me acordaré más de sus pecados, sino que todos les serán perdonados.
Fuente: Catholic.net