En este último domingo de Adviento se nos da la «señal» de la cercanía del Mesías: la Virgen, su madre.
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| Dominio público |
Cuando
el rey de Judá, Acaz, se ve asediado por reyes extranjeros, el profeta Isaías
se acerca a consolarle y le dice que pida a Dios un signo de que está con él; un
signo «en lo hondo del abismo o en lo
alto del cielo». En el cielo,
se trataría de fenómenos estelares; en el abismo, tendría relación con los
muertos. Acaz se niega pedir un signo porque significaría tentar a Dios.
Entonces, Dios le da un signo extraño y misterioso: «la joven está en cinta y dará a luz un hijo, y le
pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7,14). En el contexto histórico, esta joven no es
otra que la esposa de Acaz que dará a luz a Ezequías, quien asegurará la
dinastía.
La tradición judía, sin embargo, ha interpretado «joven»
por «virgen», como aparece en la versión griega de los Setenta, y así ha pasado
a la tradición cristiana. La Virgen es María. Por eso, el Evangelio que leemos hoy
recoge esta tradición en el anuncio en sueños a José para que no dude en tomar
a María como esposa porque lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Y
añade el evangelista Mateo: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que
había dicho el Señor por medio del profeta: Mirad, la Virgen concebirá y dará a
luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa “Dios con nosotros”»
(Mt 1,23). Lo que el profeta había visto
en la niebla de la profecía, se aclara en la historia de José, hijo de David,
que introduce a Jesús en la casa real de donde saldrá el mesías. El plan de
Dios se ha cumplido de manera definitiva.
Lo sorprendente de este plan está, no solo en la
concepción virginal de María, sino en el significado del nombre de Jesús, en
paralelo con el de Enmanuel. Según dice el ángel a José, Jesús significa que Dios
salva al pueblo de los pecados. Acaz había pedido verse libre de los ejércitos
extranjeros. Dios va siempre más allá de las expectativas humanas. Salva del
pecado. Enmanuel significa «Dios con nosotros». Se ha cumplido, por tanto, lo
del signo de Isaías en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. El Enmanuel
viene del cielo, o mejor dicho, de más allá del cielo, de la eternidad de Dios.
Y desciende no solo a la tierra, en su nacimiento, sino a
lo más profundo del abismo cuando guste la muerte por todos. Su descenso al
lugar de los muertos será la victoria definitiva sobre la muerte y su señorío.
Viene el que es capaz, con su presencia en nuestra carne, llenar al mismo
tiempo el cielo, la tierra y el abismo. Por eso, cuando san Pablo hable de la
resurrección de Cristo en su himno a los filipenses, dirá que «al nombre de
Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda
lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,10-11).
¿Puede haber mayor cercanía con el hombre, mayor proximidad? ¿Podía imaginar
Acaz, o cualquier hombre asediado por ejércitos internos y externos, un signo
más consolador y fecundo?
Dios ha tomado la iniciativa. Ha superado las esperanzas
del hombre destinado a morir. Ha intervenido en la historia de manera
insospechada. Por ello, no debe extrañarnos que en este último domingo de
Adviento la Iglesia fije su mirada en María, la «señal» de Dios, la virgen que
está encinta y nos dará en la noche santa de Navidad, al Enmanuel, el Dios con
nosotros.
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia
