Su influencia sigue presente en la Iglesia y también en la cultura popular
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A finales del siglo III, un cristiano de nombre Pablo que vivía
en la ciudad de Tebas, Egipto, se vio obligado a huir al desierto durante la
persecución del emperador romano Decio. Allí vivió en una cueva a la espera de
que terminara la persecución.
Mientras tanto, Pablo descubrió que disfrutaba de la
soledad y la libertad para ayunar y rezar. Abrazó la vida
en el desierto y vivió en esa cueva durante muchas más décadas como ermitaño,
dedicado a la adoración de Dios.
Cerca del final de la vida de san Pablo, otro hombre en Egipto, Antonio,
recibió inspiración del Evangelio para renunciar a sus posesiones y servir
únicamente a Dios.
Un cambio radical
Su experiencia se relata en el famoso libro Vida de Antonio,
escrito por san Atanasio.
El libro cuenta cómo un día, durante la misa, «leían el Evangelio
y [Antonio] escuchó al Señor diciendo al hombre rico [Mateo 19,21] ‘Si quieres
ser perfecto, le dijo Jesús ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres:
así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme’».
Antonio creyó que las palabras iban dirigidas directamente a él.
Así que, inmediatamente después de misa, vendió todas sus posesiones y trató de
cumplir con la voluntad de Dios.
Por entonces, Antonio oyó hablar sobre Pablo el ermitaño
y fue a visitarle en su retiro de las montañas. Antonio
quedó inspirado por su modo de vida y se convenció de que Dios también le
llamaba a convertirse en un eremita en la naturaleza.
Antonio dedicó el resto de su vida a ayunar y orar,
a vivir una vida de pobreza por la gloria de Dios.
Su santidad se hizo famosa. Y durante la persecución de
Diocleciano, los cristianos se vieron atraídos al desierto como forma de escapar
del mundo y vivir una vida cristiana privada.
Estilo de vida «contagioso»
La vida y la sabiduría de Antonio inspiraron a muchos hombres y
mujeres a renunciar a sus ambiciones terrenales y vivir en soledad venerando a
Dios.
Los monasterios se fueron
desarrollando con el tiempo y se extendieron por Egipto. Se formó una norma de
vida y otros hombres y mujeres santos empezaron a escuchar la
llamada del desierto.
Nombres que han hecho historia
Entre los primeros santos que desarrollaron este modo de vida y
son considerados parte de los Padres del desierto están san Pacomio,
san Menas, san Basilio de Cesarea, san Macario de Egipto y san Moisés el
Etíope.
Entre los que fueron notablemente influidos por este primer
ascetismo están san Atanasio de Alejandría, san Juan Crisóstomo, san Hilarión
y san Juan Casiano.
Más tarde, san Benito desarrolló su
propia regla monástica basada en los escritos de estos antiguos Padres del
desierto. Como resultado, las órdenes religiosas modernas pueden trazar su
ascendencia espiritual hasta llegar a Egipto.
San Juan Casiano fue uno de los responsables de llevar a Europa la
sabiduría de los Padres del desierto y fue entonces cuando su influencia
llegó a alcanzar tierras irlandesas.
En este momento precisamente se desarrolló la propia versión
irlandesa del ascetismo, basada esencialmente en los escritos de Casiano y el
ejemplo de san Antonio.
Fue este
ascetismo del desierto el que influyó a los monjes del siglo VI para navegar
hasta la remota isla Skellig Michael,
estableciendo un monasterio de ‘chozas colmena’ que ha vuelto a la vida en la
escena final de última película de Star Wars: El despertar de la fuerza.
Una sabiduría atemporal
Aunque puede que la mayoría de los católicos no esté familiarizada
con los escritos de los Padres del desierto, su influencia puede sentirse por
todo el mundo. Nos llaman a una forma radical de vivir el cristianismo que
incluye ayuno, penitencia y silencio.
En un mundo lleno de tentaciones terrenales y repleto de ruido,
los Padres del desierto son un faro de luz que nos llama a vivir de manera
diferente.
Aunque nuestra
vocación no sea renunciar a todas nuestras posesiones y vivir en el desierto,
los Padres del desierto nos desafían a hacer nuestros propios sacrificios
diarios, a vivir de manera más sencilla y dedicar tiempo cada día a la oración
y el silencio.
Philip Kosloski
Fuente: Aleteia