El misterio de la Santísima Trinidad que celebramos este domingo es para muchos cristianos una cuestión de debate teológico sin conexión con la vida diaria.
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Dominio público |
No es así, sin embargo, en la
evolución que la fe en un solo Dios ha experimentado en el Antiguo Testamento
y, sobre todo, en la enseñanza de Cristo. Con toda naturalidad, Jesús ha
hablado de su Padre y del Espíritu, con quienes mantiene una relación personal,
única y eterna. El hecho de que Jesús se considere uno con el Padre indica que
ambos gozan de la misma naturaleza divina, que comparten con el Espíritu que
los une de modo indivisible.
Lo más significativo de la
enseñanza de Jesús es que tanto el Padre como el Espíritu están presentes en
todo lo que hace, de forma que su vida entera está inundada de su presencia. No
son una idea o abstracción. Son personas. Esta presencia no se da solo en la
vida de Jesús, sino en la vida de los hombres. Solo es preciso descubrirla.
Esto es precisamente lo que enseña Jesucristo.
Jesús afirma que ha venido a revelar al Padre, cuya misericordia es infinita. Las comparaciones que utiliza están tomadas de los detalles más cotidianos de la vida humana, en la que el padre juega un papel importante. Baste recordar, como paradigma, la parábola del hijo pródigo. También Jesús habla del Espíritu como aquel que viene a ocupar su lugar, una vez terminada su misión en el mundo.
Es el Espíritu de la verdad
y de la vida que viene a desentrañar toda la riqueza de Cristo y conducirnos a
la plenitud de la revelación. Los nombres que recibe —consolador, defensor,
abogado, vivificador— indican una estrecha relación con los hombres en su vida
diaria, como estrecha fue la relación con Jesús.
La Trinidad, por tanto,
no es un dogma extraño a la vida de los hombres. Conceptos como familia,
comunidad, comunión, Iglesia, tienen su último fundamento en el Dios revelado
por Cristo, el que, a lo largo del Antiguo Testamento, se va auto-manifestando
como uno y único en la trinidad de las personas.
De hecho, como señalan los
exegetas, lo que son atributos de Dios —el logos, palabra o sabiduría, y el
espíritu— van adquiriendo vida propia, consistencia individual, hasta
convertirse en la enseñanza de Cristo en «personas» que conforman, en la unidad
de la divinidad, el único Dios verdadero, el que ya en la creación del hombre
hablaba en plural —«hagamos al hombre»—, y se manifestó a Abrahán en figura de
tres ángeles que el magnífico pintor oriental Rublev pintó en su famoso icono
con el mismo rostro y con los atributos propios de cada una de las personas.
Los pintó sentados en torno a la mesa que evoca la Eucaristía para que, al pensar en la Trinidad, no tuviéramos que elevarnos a las alturas celestes, sino que descubriéramos que Dios ha querido compartir con los hombres la vida en torno a una mesa donde la familia humana crece y se constituye como tal a imagen de esa familia primigenia, la celeste, en la que Dios no vive absorto en una soledad trascendente sino que dialoga en la comunión de las tres personas y mira el mundo como el lugar donde ha querido manifestarse a los hombres y compartir su vida. No se trata de un politeísmo cristiano, sino la explicación de por qué el hombre está llamado a ser comunión con sus semejantes a imagen de Dios.