La fundadora de la Obra para la Propagación de la Fe, precedente de las Obras Misioneras Pontificias, será beatificada el 22 de mayo
Foto: Clemens Maria Fuchs. Dominio público |
Fue una laica francesa, que vivió una época de cambios, del Imperio
napoleónico a la primera revolución industrial, y tomó plena conciencia de la
dimensión social del cristianismo en una ciudad vinculada a la industria de la
seda.
Pauline era la hija de Antoine Jaricot, un importante empresario textil, que consiguió su propio negocio gracias a la ayuda de su patrón. Fue educada cristianamente por su madre Jeanne Lattier, y vivió una infancia feliz en medio de una familia de siete hermanos. Era una muchacha bella y coqueta, amiga de reuniones sociales y de fiestas, y en 1814 se sintió satisfecha de formar parte del séquito de 50 jóvenes lionesas, acompañantes de la duquesa de Angulema, hija de Luis XVIII, que visitó la ciudad a los pocos meses de la caída de Napoleón.
En aquel momento, según reconoció tiempo después, se creía «digna de
la admiración universal y caminaba erguida con el orgullo de un pavo real».
Eran los años de la Restauración, en los que la burguesía francesa, junto con
los supervivientes de la antigua nobleza, quería dejar atrás el recuerdo de los
tiempos revolucionarios, pero esa época había dejado una casi indeleble huella
en Francia. La alianza entre el trono y el altar, oficialmente establecida,
resultaba artificial, pues los corazones y las mentalidades se habían ido
alejando del cristianismo. Persistía una pátina religiosa, aunque en la alta
sociedad lionesa lo que realmente importaba eran la salud, la fortuna y la
reputación.
Pauline Jaricot era una muchacha con orgullo de clase. Con sus vestidos de seda y zapatos con rubíes, llamaba la atención de todos cuando acudía a la Misa dominical en la iglesia de Saint Nizier. En un domingo de Cuaresma de 1816 predicaba el vicario parroquial Jean Wendel Würtz. Sus palabras eran una llamada de atención contra la vanidad y sus falsas ilusiones, y el afán de las personas por preferir el parecer al ser.
Pauline se sintió identificada, y al
terminar la Misa acudió a la sacristía para pedirle a Würtz que le ayudara a
cambiar de vida y se convirtiera en su director espiritual. La primera decisión
de la joven fue modificar radicalmente su atuendo. Llevaría un vestido de color
violeta, como el que solían llevar las obreras textiles, un bonete blanco y
unos zuecos. Pero sus aspiraciones no eran las de entrar en una orden
religiosa, sino ponerse al servicio de los demás, y, en particular, mejorar las
condiciones de vida de los trabajadores de la seda, para los que hasta entonces
apenas había tenido ojos.
La decisión de Pauline no partió de un impulso sentimental. Era una mujer de planes sustentados en una vida de oración. La piedad y la caridad formaban un todo en ella. Era consciente de que los hombres, mujeres y niños de la industria de la seda estaban sometidos a duras condiciones laborales, muchas veces con jornadas de 15 a 18 horas, en las que se les pagaba por pieza elaborada, en una mecánica aplicación de la ley de la oferta y la demanda.
Había contemplado de cerca la esclavitud de un trabajo sin descanso, que
pisoteaba la dignidad de las personas y las alejaba tanto de su familia como de
la fe. Proliferaban los niños sin padres, los enfermos y los ancianos
abandonados a su suerte. No es extraño que en 1831 y 1835 se produjeran en Lyon
violentas insurrecciones de los tejedores de seda, aplastadas por el Ejército.
Por aquellos años, a tan solo 200 metros de la casa de Pauline, vivía Pierre
Joseph Proudhon, el socialista que proclamaba que la propiedad era un robo y
que era la hora de sustituir la religión por la justicia.
En un momento determinado Pauline Jaricot ideó un «banco universal para los pobres», que conllevaría la posibilidad de préstamos gratuitos para que los trabajadores pudieran llevar una vida digna. El banquero Gustave Perre y su socio, que daban muestras externas de piedad cristiana, aportaron dinero, pero en su afán especulador de ganancias rápidas. embarcaron a Pauline en la compra de unos altos hornos que la llevaron a endeudarse por el resto de su vida, y a ser perseguida judicialmente por sus acreedores.
No solo perdió sus bienes
familiares, sino que su reputación también quedó arruinada. La decepción no
arraigó en la vida de Pauline porque su esperanza en Cristo era mucho más
fuerte. Estas fueron entonces sus palabras: «Quiero creer que no todo está
perdido, aunque ya no disponga de recursos humanos, aunque los peligros se
empeñen en asaltarme y crezcan los reproches desde todas partes. Señor, si
estás conmigo, no he perdido nada».
Calentar el alma por medio de las llamas de la esperanza y de la fe. De eso habló una vez Pauline con el cura de Ars. Se sentía débil, pero no albergaba ningún temor porque su esperanza estaba depositada en Cristo.
Antonio R. Rubio Plo
Fuente: Alfa y Omega