“¿Por qué Juan, en el relato de la Última Cena, no habla de la institución de la Eucaristía, sino que habla, en cambio, del lavatorio de los pies?”
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Aula Pablo VI del Vaticano, V predicación de Cuaresma 2022 |
La mañana de
este viernes, 8 de abril, tuvo lugar la Quinta predicación de Cuaresma a cargo
del Predicador de la Casa Pontificia, el Cardenal Raniero Cantalamessa, en esta
ocasión reflexionó sobre el misterio de la Pascua y la Eucaristía, a partir del
Evangelio de Juan, quien acentúa que, “la nueva Pascua no comienza en el
Cenáculo, cuando se instituye el rito que debe conmemorarla; más bien, comienza
en la cruz cuando se realiza el hecho que debe ser conmemorado”.
“¿Por qué Juan,
en el relato de la Última Cena, no habla de la institución de la Eucaristía,
sino que habla, en cambio, del lavatorio de los pies?”, esta fue la pregunta
con la que inició el Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la
Casa Pontificia, la Quinta predicación de Cuaresma para el Papa y los miembros
de la Curia Romana, la mañana de este viernes, 8 de abril de 2022, en el Aula
Pablo VI del Vaticano.
Juan quiere
acentuar más el acontecimiento que el sacramento
Al dar una
respuesta a estas interrogantes, el Cardenal Cantalamessa dijo que, “la razón
es que en todo lo relacionado con la Pascua y la Eucaristía, Juan muestra que
quiere acentuar más el acontecimiento que el sacramento, es decir, más el
significado que el signo. Para él, la nueva Pascua no comienza en el Cenáculo,
cuando se instituye el rito que debe conmemorarla; más bien, comienza en la
cruz cuando se realiza el hecho que debe ser conmemorado”. Es allí, precisó el
Predicador de la Casa Pontificia, donde tiene lugar el tránsito de la Pascua
antigua a la nueva. Por esto, subraya que a Jesús en la cruz «no le rompieron
ningún hueso»: porque así estaba prescrito para el cordero pascual en el Éxodo
(Jn 19,36; Ex 12,46).
Texto de la Quinta predicación de Cuaresma
«OS HE DADO
EJEMPLO»
Nuestra meditación
de hoy parte de una pregunta: ¿Por qué Juan, en el relato de la Última Cena, no
habla de la institución de la Eucaristía, sino que habla, en cambio, del
lavatorio de los pies? ¿Precisamente él, que había dedicado un capítulo entero
de su evangelio a preparar a los discípulos para comer su carne y beber su
sangre?
La razón es que
en todo lo relacionado con la Pascua y la Eucaristía, Juan muestra que quiere
acentuar más el acontecimiento que el sacramento, es decir, más el significado
que el signo. Para él, la nueva Pascua no comienza en el Cenáculo, cuando se
instituye el rito que debe conmemorarla (se sabe que la Última Cena de Juan no
es una cena «pascual»); más bien, comienza en la cruz cuando se realiza el
hecho que debe ser conmemorado. Es allí donde tiene lugar el tránsito de la
Pascua antigua a la nueva. Por esto, subraya que a Jesús en la cruz «no le
rompieron ningún hueso»: porque así estaba prescrito para el cordero pascual en
el Éxodo (Jn 19,36; Ex 12,46).
El significado
del lavatorio de los pies
Es importante
comprender bien el significado que tiene para Juan el gesto del lavatorio de
los pies. La reciente constitución apostólica Praedicate Evangelium lo menciona
en el Preámbulo, como el icono mismo del servicio que debe caracterizar todo el
trabajo de la Curia Romana. Nos ayuda a comprender cómo se puede hacer, de la
vida, una Eucaristía y así «imitar en la vida lo que se celebra en el altar».
Estamos ante uno de esos episodios (otro es el episodio de la transfixión del
costado), en los que el evangelista deja entender claramente que debajo hay un
misterio que va más allá del hecho contingente que podría, en sí mismo, parecer
insignificante.
«Yo —dice
Jesús—, os he dado ejemplo». ¿De qué nos dio ejemplo? ¿De cómo deben lavarse
materialmente los pies de los hermanos cada vez que se sientan a la mesa?
¡Ciertamente no solo de esto! La respuesta está en el evangelio: «Quien quiera
llegar a ser grande entre vosotros sea vuestro servidor, y quien quiera ser el
primero entre vosotros sea esclavo de todos. En efecto, tampoco el Hijo del
hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por
muchos» (Mc 10,44-45).
En el evangelio
de Lucas, precisamente en el contexto de la Última Cena, se recoge una
expresión de Jesús que parece pronunciada al concluir el lavatorio de los pies:
«¿Quién es más grande, quien está en la mesa o quien sirve? ¿No es acaso el que
está en la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc
22,27). Según el evangelista, Jesús dijo estas palabras porque había surgido
una discusión entre los discípulos sobre cuál de ellos podía ser considerado el
más grande (cf. Lc 22,24). Quizás fue precisamente esta circunstancia la que
inspiró a Jesús el gesto del lavatorio de los pies, como una especie de parábola
en acción. Mientras que los discípulos están todos decididos a discutir
animadamente entre sí, él se levanta silenciosamente de la mesa, busca un
recipiente con agua y una toalla, luego regresa y se arrodilla ante Pedro para
lavarle los pies, arrojándolo, comprensiblemente, en la mayor confusión:
«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 13,6).
En el lavatorio
de los pies, Jesús quiso como resumir todo el sentido de su vida, para que
quedara bien impreso en la memoria de los discípulos y un día, cuando pudieran
entender, entendieran: «Lo que yo hago ahora no lo entiendes, pero lo
entenderás más tarde» (Jn 13,7). Ese gesto, colocado al final de los
evangelios, nos dice que toda la vida de Jesús, desde el principio hasta el
fin, fue un lavatorio de los pies, es decir, un servicio a los hombres. Fue,
como dice algún exégeta, una proexistencia, es decir, una existencia vivida en
favor de los demás.
Jesús nos dio
el ejemplo de una vida gastada por los demás, una vida hecha «pan partido para
el mundo». Con las palabras: «Haced también vosotros como he hecho yo», Jesús
instituye, por lo tanto, la diakonía, es decir, el servicio, elevándolo a ley
fundamental, o, mejor, a estilo de vida y a modelo de todas las relaciones en
la Iglesia. Como si dijera, también con respecto al lavatorio de los pies, lo
que dijo al instituir la Eucaristía: «¡Haced esto en memoria mía!»
En este momento
debo hacer una pequeña digresión antes de proseguir el discurso. Un padre
antiguo, el beato Isaac de Nínive, daba este consejo a quien está obligado, por
el deber, a hablar de cosas espirituales a las que aún no ha llegado con su
vida: «Habla de ello —decía— como quien pertenece a la clase de los discípulos
y no con autoridad, después de haber humillado tu alma y de haberte hecho más
pequeño que cualquiera de tus oyentes»[1].
Este es el espíritu, Venerables padres, hermanos y hermanas, con el que me
atrevo a hablaros de servicio, a vosotros que lo vivís día a día.
Recuerdo la
observación en broma que nos hizo una vez el entonces Prefecto de la
Congregación de la Fe, el Cardenal Franjo Seper, a los miembros de la Comisión
Teológica Internacional: «Ustedes, teólogos —dijo sonriendo, —apenas habéis
terminado de escribir algo inmediatamente ponéis vuestro nombre y apellido.
Nosotros, en la Curia, debemos hacer todo de forma anónima». Es una cualidad
del servicio evangélico que me hace admirar y agradecer los muchos siervos
anónimos de la Iglesia que trabajan en la Curia Romana, en las Curias
episcopales y en las Nunciaturas.
El espíritu de
servicio
Volvamos al
tema. Debemos profundizar en lo que significa «servicio», para poderlo realizar
en nuestra vida y no detenernos en las palabras. El servicio no es, en sí
mismo, una virtud; en ningún catálogo de las virtudes o de los frutos del
Espíritu, como los llama el Nuevo Testamento, se encuentra la palabra diakonía, servicio.
De hecho, incluso se habla de un servicio al pecado (cf. Rom 6, 16) o a los
ídolos (cf. 1 Cor 6, 9), que ciertamente no es un buen servicio. Por sí mismo,
el servicio es algo neutral: indica una condición de vida, o una forma de
relacionarse con los demás en el propio trabajo, un ser dependiente de los
demás. Incluso puede ser algo malo, si se hace por constricción (esclavitud), o
solo por interés.
Todo el mundo
habla hoy de servicio; todos dicen que están en servicio: el comerciante sirve
a los clientes; de cualquiera que ejerza una tarea en la sociedad, se dice que
sirve, o que está de servicio. Pero es evidente que el servicio del que habla
el Evangelio es otra cosa, aunque no excluye en sí mismo, ni necesariamente lo
descalifica, el servicio tal como lo entiende el mundo. Toda la diferencia está
en las motivaciones y en la actitud interior con la que se realiza el servicio.
Releamos el
relato del lavatorio de los pies, para ver con qué espíritu lo realiza Jesús y
lo que le mueve: «Después de amar a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo» (Jn 13,1). El servicio no es una virtud, sino que brota de
las virtudes y, en primer lugar, de la caridad; más aún, es la mayor expresión
del mandamiento nuevo. El servicio es una forma de manifestarse del agápe, es
decir, de ese amor que «no busca su propio interés» (cf. 1 Cor 13, 5), sino el
de los demás, que no está hecho de búsqueda, sino también de entrega. Es, en
definitiva, una participación y una imitación de la acción de Dios que, siendo
«el Bien, todo el Bien, el Bien Supremo», sólo puede amar y hacer el bien
gratuitamente, no interesadamente.
Por eso, el
servicio evangélico, al revés que el del mundo, no es propio del inferior, del
necesitado, del que no tiene, sino que es propio, más bien, de quien posee, de
quien está puesto en lo alto, de quien tiene. Mucho se le pedirá a quien mucho
se le dio, mucho se le pedirá en términos de servicio (cf. Lc 12,48). Por eso,
Jesús dice que, en su Iglesia, «el que gobierna» es sobre todo el que debe
estar «como el que sirve» (Lc 22,26) y «el primero» es el que debe ser «el
siervo de todos» (Mc 10,44). El lavatorio de los pies —decía mi profesor de
exégesis en Friburgo, Ceslas Spicq— es «el sacramento de la autoridad
cristiana».
Junto a la
gratuidad, el servicio expresa otra gran característica del agápe divino:
la humildad. Las palabras de Jesús: «Debéis lavaros los pies unos a otros»
significan: debéis prestaros los unos a los otros los servicios de una caridad
humilde. Caridad y humildad, juntas, forman el servicio evangélico. Jesús dijo
una vez: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Pero,
si lo pensamos bien, ¿qué hizo Jesús para definirse a sí mismo como «humilde»?
¿Acaso escuchó hablar de sí de modo modesto o habló en modo descuidado sobre sí
mismo? Al contrario: en el mismo episodio del lavatorio de los pies, él dice
que es «Maestro y Señor» (cf. Jn 13,13).
Entonces, ¿qué
hizo para definirse como «humilde»? ¡Se abajó, descendió para servir! Desde el
momento de la encarnación, no hizo más que descender, descender, hasta ese
punto extremo, cuando le vemos de rodillas, en el acto de lavar los pies a los
apóstoles. Qué estremecimiento tuvo que correr entre los ángeles, al ver en
semejante abajamiento al Hijo de Dios, sobre el cual ni siquiera se atreven a
fijar su mirada (cf. 1 Pe 1,12). ¡El Creador está de rodillas frente a la
criatura! «¡Enrojece, ceniza soberbia: Dios se abaja y tú te levantas!», se
decía san Bernardo a sí mismo[2].
Entendida de esta manera —es decir, como un rebajarse para servir—, la humildad
es verdaderamente la vía regia de parecerse a Dios e imitar a la Eucaristía en
nuestra vida.
Discernimiento
de los espíritus
El fruto de
esta meditación debería ser una revisión valiente de nuestra vida (hábitos,
tareas, horas de trabajo, distribución y uso del tiempo) para ver si realmente
es un servicio y si, en este servicio, hay amor y humildad. El punto
fundamental es saber si servimos a los hermanos, o, por el contrario, usamos a
los hermanos. Utiliza a sus hermanos e instrumentaliza quien, quizás, se
desvive por los demás, pero en todo lo que hace no es desinteresado, busca, de
alguna manera, la aprobación, el aplauso o la satisfacción de sentirse, en su
interior, en orden y bienhechor. Sobre este punto, el Evangelio presenta las
exigencias de una radicalidad extrema: «Que no sepa tu mano izquierda lo que
hace tu derecha» (Mt 6,3). Todo lo que se hace, conscientemente y con razón,
«para ser visto por los hombres», se pierde. «Christus non sibi placuit»: ¡Cristo
no buscó complacerse a sí mismo! (Rom 15,3): esta es la regla del servicio.
Para hacer el
«discernimiento de los espíritus», es decir, de las intenciones que nos mueven
en nuestro servicio, es útil ver cuáles son los servicios que hacemos gustosamente
y los que tratamos de evitar a toda costa. Ver, además, si nuestro corazón está
dispuesto a abandonar —si se nos pide— un servicio noble, que da prestigio, por
uno humilde que nadie apreciará. Los servicios más seguros son los que hacemos
sin que nadie, ni siquiera los que lo reciben, se den cuenta, sino sólo el
Padre que ve en lo secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio uno de los gestos
más humildes conocidos en su tiempo y que se solía confiar a los esclavos:
lavar los pies. San Pablo exhorta: «No aspiréis a las cosas que son demasiado
altas, sino inclinaos ante las cosas humildes» (Rom 12,16).
Al espíritu de
servicio se opone el deseo de dominación, el hábito de imponer a los demás la
propia voluntad y la propia forma de ver o hacer las cosas. En definitiva, el
autoritarismo. A menudo, quien es tiranizado por estas disposiciones no se da
cuenta en lo más mínimo del sufrimiento que causa y se sorprende al ver que
otros no muestran apreciar todo su «interés» y esfuerzos e incluso se sienten víctimas.
Jesús dijo a sus apóstoles que fueran como «corderos en medio de lobos», pero
ellos son, por el contrario, lobos en medio de corderos. Gran parte de los
sufrimientos que a veces afligen a una familia o a una comunidad se debe a la
existencia en ellas de algún espíritu autoritario y despótico que pisotea a
otros y que, bajo el pretexto de «servir» a los demás, en realidad «esclaviza»
a los demás.
¡Es muy posible
que este «alguien» seamos precisamente nosotros! Si tenemos un poco de duda al
respecto, sería bueno que interrogáramos sinceramente a quienes viven a nuestro
lado y les diéramos la oportunidad de expresarse sin miedo. Si resulta que
nosotros también le hacemos la vida difícil, con nuestro carácter, a alguien,
debemos aceptar humildemente la realidad y repensar nuestro servicio.
Al espíritu de
servicio también se opone, por otro lado, el apego exagerado a las propias
costumbres y comodidades. En definitiva, el espíritu de flojera. No puede
servir seriamente a los demás quien siempre intenta contentarse a sí mismos,
quien hace un ídolo de su descanso, de su tiempo libre, de su tiempo. La regla
del servicio sigue siendo siempre la misma: Cristo no buscó complacerse a sí
mismo.
El servicio,
hemos visto, es la virtud propia de quien preside, es lo que Jesús dejó a los
pastores de la Iglesia, como su legado más querido. Todos los carismas, hemos
visto, están en función del servicio; pero de modo muy especial lo está el
carisma de «pastores y maestros» (cf. Ef 4,11), es decir, el carisma de la
autoridad. ¡La Iglesia es «carismática» para servir y también es «jerárquica»
para servir!
El servicio del
Espíritu
Si para todos
los cristianos servir significa «no vivir ya para sí mismos» (cf. 2 Cor 5,15),
para los pastores significa: «no apacentarse a sí mismos»: «¡Ay de los pastores
de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deberían acaso los pastores
apacentar al rebaño?» (Ez 34,2). Para el mundo, nada es más natural y justo que
esto, es decir, que quien es señor (dominus) «domine», es decir, haga
de dueño. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo, «no sea así», sino que
quien es señor debe servir. «No pretendemos ser dueños sobre vuestra fe
—escribe san Pablo—, sino que, por el contrario, somos colaboradores de vuestra
alegría» (2 Cor 1,24).
El apóstol san
Pedro recomienda lo mismo a los pastores: «No dominéis a las personas que se os
han confiado, sino haceos modelos del rebaño» (cf. 1 Pe 5,3). No es fácil, en
el ministerio pastoral, evitar la mentalidad del dueño de la fe; muy pronto se
insertó en la concepción de la autoridad. En uno de los documentos más antiguos
sobre el ministerio episcopal (la Didascalia Siriaca) encontramos ya
una concepción que presenta al obispo como el monarca, en cuya Iglesia nada se
puede emprender, ni por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.
Para los
pastores, y en cuanto pastores, es a menudo en este punto donde se decide el
problema de la conversión. ¡Qué fuertes y sinceras resuenan aquellas palabras
de Jesús después del lavatorio de los pies: «Yo el Señor y el Maestro...!»
Jesús «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2,6), es decir, no tuvo
miedo de comprometer su dignidad divina, de favorecer la falta de respeto por
parte de los hombres, despojándose de sus privilegios y mostrándose al exterior
como un hombre en medio de los demás hombres («semejante a los hombres»). Jesús
vivió de modo sencillo; la sencillez fue siempre el principio y el signo de una
verdadera vuelta al Evangelio. Es necesario imitar el obrar de Dios. No hay
nada — escribe Tertuliano— que caracterice mejor el obrar de Dios, que el
contraste entre la sencillez de los medios y las formas externas con que
trabaja y la grandiosidad de los efectos espirituales que obtiene[3].
El mundo necesita grandes aparatos para actuar e impresionar; Dios no.
Hubo un tiempo
en que la dignidad de los obispos se expresaba con insignias, títulos,
castillos, ejércitos. Eran, como se suele decir, obispos-príncipes, pero
bastante más príncipes que obispos. La Iglesia vive hoy, en este punto, una
época que, en comparación, nos parece dorada. Conocí a un obispo hace muchos
años que encontraba natural pasar cada semana unas horas en un asilo de
ancianos, para ayudar a los ancianos a vestirse y a comer. Había tomado a la
letra el lavatorio de los pies. Yo mismo debo decir que he recibido de algunos
prelados los mejores ejemplos de sencillez de mi vida.
Sin embargo, es
necesario preservar, también en este punto, una gran libertad evangélica. La
sencillez exige que no nos pongamos por encima de los demás, pero tampoco
siempre y obstinadamente por debajo, para mantener, de una forma u otra, las
distancias, sino que aceptemos, en las cosas ordinarias de la vida, ser como
los demás. Hay personas —señala Manzoni agudamente— que tienen tanta humildad
como necesitan para ponerse por debajo de las buenas personas, pero no para
estar en igualdad de condiciones con ellas[4].
A veces, el
mejor servicio no consiste en servir, sino en dejarse servir, como Jesús que,
en ocasiones, también sabía sentarse a la mesa y dejarse lavar los pies (cf. Lc
7,38) y que aceptaba de buen grado los servicios que algunas mujeres generosas
y afectuosas le prestaban durante sus viajes (cf. Lc 8,2-3).
Hay otra cosa
que es necesario decir sobre el servicio de los pastores, y es esta: el
servicio de los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo primero y no
es lo esencial; primero está el servicio de Dios. Jesús es ante todo el «Siervo
de Yahvé» y luego también el siervo de los hombres. Él les recuerda esto a sus
propios padres, diciendo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?» (Lc 2,49). No dudaba en decepcionar a las multitudes, que acudían a
escucharle y a ser sanados, dejándolas de repente, para retirarse a lugares solitarios
a orar (cf. Lc 5,16).
Incluso el
servicio evangélico está amenazado hoy por el peligro de la secularización. Es
demasiado fácil dar por descontado que todo servicio al hombre es servicio de
Dios. San Pablo habla de un servicio del Espíritu (diakonía neumatos) (2
Cor 3,8), al que están destinados los ministros del Nuevo Testamento. ¡El espíritu
de servicio debe expresarse, en los pastores, a través del servicio
del Espíritu!
Quien, como el
sacerdote, es llamado, por vocación, a este servicio «espiritual», no sirve a
los hermanos si les presta cien o mil otros servicios, pero descuida ese único
que se tiene derecho a esperar de él y que sólo él puede dar. Está escrito que
el sacerdote «está constituido para el bien de los hombres en las cosas que
conciernen a Dios» (Heb 5,1). Cuando este problema surgió por primera vez en la
Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: «No es justo que descuidemos la palabra de
Dios para el servicio de las mesas... Nos dedicaremos a la oración y al
ministerio de la Palabra» (Hch 6,2-4).
Hay pastores
que, de hecho, han vuelto al servicio de las cantinas. Se ocupan de todo tipo
de problemas materiales, económicos, administrativos, a veces incluso agrícolas
que existen en sus comunidades (incluso cuando se podrían dejar perfectamente
en manos de otros), y descuidan su verdadero e insustituible servicio. El
servicio de la Palabra requiere horas de lectura, estudio y oración. Si hay una
queja general que circula hoy entre los fieles en la Iglesia, es este: la
insuficiencia, el vacío, de la predicación. Muchos salen de la Misa disgustados
por la homilía, secos, en lugar de enriquecidos. Debe repetirse con Isaías:
«Los miserables y los pobres buscan agua, pero no hay» (Is 41,17). La gente
busca pan y a menudo se les da un escorpión, es decir, palabras vacías y
manidas, palabras que no saben a Dios.
Inmediatamente
después de explicar a los apóstoles el significado del lavatorio de los pies,
Jesús les dijo: «Conociendo estas cosas seréis bendecidos si las ponéis en
práctica» (Jn 13,17). Nosotros también seremos bendecidos, si no nos
contentamos con saber estas cosas —es decir, que la Eucaristía nos impulsa a
servir y compartir—, sino que las ponemos en práctica, a ser posible a partir
de hoy. La Eucaristía no es sólo un misterio para ser consagrado, para ser
recibido y adorado, sino también un misterio para ser imitado.
Antes de
concluir, sin embargo, debemos recordar una verdad que hemos subrayado en todas
nuestras reflexiones sobre la Eucaristía: ¡la acción del Espíritu Santo!
¡Cuidemos de no reducir el don al deber! Nosotros no sólo hemos recibido el
mandato de lavar los pies y servir al próximo: hemos recibido la gracia de
poder hacerlo. El servicio es un carisma y, como todos los carismas, es
"una manifestación particular del Espíritu para el bien común", dice
san Pablo (1 Cor 12, 7); “Cada uno viva según el don (¡carisma!) recibido,
poniéndolo al servicio de los demás”, añade san Pedro (1 P 4,10). El don
precede al deber y hace posible su cumplimiento. Esta es "la buena
noticia" - el Evangelio - del cual la Eucaristía es la memoria cotidiana,
viviente y consoladora.
¡Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, gracias por su amable escucha y mis más sinceros deseos de una buena Semana Santa y una feliz Pascua!
[2] Bernardo, Alabanzas a la Virgen, I, 8.
[3] Cf. Tertuliano, De baptismo, 1: CCL I, 277.
[4] Cf A. Manzoni, Los novios, cap. 38 (Rialp, Madrid 2020).
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