El Triduo Pascual —jueves, viernes y sábado santo— nos permite vivir los acontecimientos de la muerte y resurrección de Cristo como una secuencia histórica que ha sido sacralizada por medio de la acción litúrgica.
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Dominio público |
Cristo realiza y da plenitud, en su persona y en su acción, al
sacerdocio como mediación entre Dios y los hombres y al sacrificio como ofrenda
que reconcilia al mundo con Dios.
La liturgia cristiana es la acción del mismo Cristo que sucede
en nuestro tiempo, para participar de la redención que tuvo lugar en los tres
días últimos de su vida. El Triduo Pascual actualiza la gracia infinita que se
hizo patente a los ojos de los hombres durante el jueves, el viernes y el
sábado que concluyeron la vida de Jesús. Gracias a la liturgia, el tiempo se
hace permeable a los misterios de Cristo y, en cierto sentido, nos hacemos
contemporáneos de los primeros testigos de su muerte y resurrección. No
celebramos algo que se han inventado los hombres, sino la historia salvífica
del primer triduo pascual sucedido en la historia.
El jueves santo celebramos su última cena, en la que nos da su Cuerpo y
Sangre por nuestra salvación. Nos hacemos comensales de aquel banquete
donde Jesús nos entrega el Sacramento del amor, el Sacerdocio y el mandamiento
nuevo. Aquel hecho constituyente de la nueva alianza se realiza aquí y ahora
por nosotros y para nosotros hasta el fin de la historia.
Desde el Cenáculo, salimos acompañando a Jesús hasta el Huerto
de los Olivos y desde allí hasta el Calvario, donde el viernes, sobre las tres
de la tarde, participamos de su muerte —cruenta entonces,
incruenta ahora— que culmina el amor por los hombres. Asumiendo sobre sí mismo
el dolor de toda la humanidad, Jesús se ofrece a su Padre, implorando el perdón
y abandonando su espíritu en las mismas manos que creó al hombre del polvo de
la tierra. La lectura solemne de la pasión del viernes santo dramatiza y
actualiza la pasión y muerte de Jesús. Y el silencio que, tras la muerte de
Jesús, invade a toda la tierra nos ayuda a entender que no hay palabras para
describir la muerte del Hijo de Dios en la tierra de los hombres.
Desde el Calvario, acompañamos al humilde cortejo que traslada el cuerpo de Jesús hasta el sepulcro, donde reposará mientras su alma desciende al lugar de los justos del Antiguo Testamento, para anunciarles la salvación que alcanza al tiempo que se inicia en la creación del mundo. Con María, aguardamos el momento de la noche santa y gloriosa que celebra la vigilia pascual como acontecimiento central de la salvación, donde la muerte es vencida por la resurrección del Dios inmortal, fuerte y santo, que es Jesucristo.
No hay gozo mayor que el de esa noche en que renovamos nuestro bautismo porque,
unidos a Cristo, podemos decir que hemos resucitado con él y con él hemos
ascendido hasta la gloria del Padre. Es la noche del fuego santificador, del
agua vivificadora, de la luz sin ocaso, de la alegría incontenible. Es la nueva
creación que, superando la primera, la contiene y la salva de modo admirable,
sin que nada de lo creado se pierda, sino que alcance su plenitud en quien es
la causa y el fin de toda criatura: Jesucristo. Es la Pascua del Resucitado, la
acción definitiva de Dios en la historia, que sumerge a la muerte en el abismo
y nos arranca del corazón el triple y solemne Aleluya.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia