Después de haber subido el domingo pasado al monte de las tentaciones para ser testigos del enfrentamiento entre Jesús y el diablo, la Iglesia nos invita a contemplar el misterio de la Transfiguración en el monte Tabor.
| Dominio público |
En cuanto hombre, Jesús es tentado como otro
cualquiera y experimenta la necesidad de Dios en su prueba. En cuanto Hijo de
Dios, revela su gloria mientras ora al Padre.
El relato de Lucas, proclamado este domingo, a pesar de su
brevedad, dice muchas más cosas de las que aparenta. Afirma que la
transfiguración sucede «mientras oraba» Jesús. El salmo 34, 2 invita a la
oración de esta manera: «Contempladlo y quedaréis radiantes». Esto sucede en
Cristo: mientras ora, «lo penetra la gloria de Dios y transfigura luminosamente
su rostro y vestidos (Sal 104,2). Como si la materia se convirtiese en energía
luminosa» (Alonso Schökel).
Los apóstoles duermen
indicándose así que eran incapaces de contemplar tal misterio, preludio de la
resurrección. La nube que los envuelve simboliza la presencia velada de Dios, y
la voz del Padre evoca la revelación definitiva acerca de Jesús. Las chozas —o
tiendas— de las que habla Pedro son una alusión a la fiesta de los
tabernáculos, evocación del tiempo pasado en el desierto cuando los israelitas
vivían en chozas. Y recuerda también la tienda del encuentro en la que Dios
habitaba y donde dialogaba con Moisés.
Como vemos, todo el relato apunta a Cristo como el lugar santo
por excelencia donde se manifiesta la gloria de Dios. Este Jesús es el mismo de
las tentaciones en el desierto. Por un momento se transfigura cuando ora y
prepara a los discípulos a superar el escándalo de la cruz, cuando de nuevo lo
vean como un hombre traspasado de dolor (no de gloria) en la ciudad santa de
Jerusalén hacia la cual camina con sus discípulos para consumar su éxodo hacia
el Padre, es decir, su muerte y resurrección.
En el camino hacia la muerte, el milagro de la Transfiguración
tiene un doble sentido pedagógico: por una parte, nos aclara que muerte y
gloria son inseparables. La cruz no es el final de la vida de Cristo. Es camino
para la gloria. La fe cristiana tiene su fundamento último en la resurrección
sin la cual la muerte sería un fracaso total. Por otra parte, aclara también
que el cristiano está llamado a transfigurarse en el sentido del salmo 34:
«contempladlo y quedaréis radiantes».
En la medida en que el
cristiano ora a Cristo glorioso, va caminando hacia la gloria definitiva y su
rostro —es decir, su persona— se inunda de gloria. Es lo que vemos en los
santos que, gracias a su unión con Dios, nos revelan la gloria de su rostro.
Cuando Moisés hablaba con Dios, según la Biblia, su rostro se iluminaba cada
vez más y tenía que cubrirse el rostro con un velo para no deslumbrar a quienes
le miraban.
Es una forma simbólica de
hablarnos de la transfiguración del hombre cuando se encuentra con Dios: su ser
cambia, se hace nuevo, deslumbra por la verdad, bondad y belleza de su vida. En
nuestro caminar hacia la Pascua, la Cuaresma es la posibilidad de trasfigurar
nuestras vidas según el modelo de Cristo. Como decía san Pablo, «todos
nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos
transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu
del Señor» (2 Cor 3,18). De esta manera, los cristianos podemos ser en el mundo
un signo luminoso de la presencia de Dios. ¿No se nos propone una aventura
apasionante? ¿No estamos llamados a ser luz de este mundo?
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia