Dominio público |
La mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, residuo de otras épocas que no engarzan bien con los adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo. También puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Y en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido sobrenatural de sus vidas se resisten a entender que a Cristo sólo le podemos seguir a través de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si no eres mortificado nunca serás alma de oración». Y Santa Teresa señala: «Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate».
Los mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es aclamado por multitudes, aunque le amaban profundamente e incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no le siguen hasta el Calvario, pues aún -por no haber recibido al Espíritu Santo- eran débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a través de las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida mortificada.
El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se rebela ante el dolor, se aleja también de la santidad y de la felicidad, que está muy cerca de la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.
II. El Señor pide a cada cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta el Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a sus seguidores de que habrían de cargar con ella.
Hay en la mortificación una paradoja, un misterio, que sólo puede comprenderse cuando hay amor: detrás de la aparente muerte está la Vida; y el que con egoísmo trata de conservar la vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su vida la perderá: y el que la pierda por mí la hallará. Para dar frutos, amando a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es necesario el sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Para ser sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo. «-¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien granadas? -¡Que Jesús bengida tu trigal!».
Debemos perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria mortificación, pues la Cruz la quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene. Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis fatigados y cargados, nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. Junto a Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en los sucesos de la vida.
Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. «Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos».
III. Para
decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender bien
las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados
porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que
impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos
considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle en su
afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al Padre.
Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo y de la
Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad del
Padre.
Pero la mortificación es también medio para progresar en las virtudes.
El sacerdote, en el diálogo que precede al Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo mientras dice: -Levantemos el corazón, y se oye al pueblo fiel: -¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido hacia Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la esperanza siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté atrapado y prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más purificado. Y esto no es posible sin la penitencia, sin la continua mortificación, que es «medio para ir adelante». Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento, deseos de inmoderada comodidad...La mortificación nos libera de muchos lazos y nos capacita para amar.
La mortificación es medio indispensable para hacer apostolado, extendiendo el Reino de Cristo: «La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio». Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin apoyar esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese reforzada con la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de mil modos diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la oración y la mortificación, es el alma de todo apostolado.
No olvidemos, por último, que la mortificación sirve también como reparación por nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en muchas ocasiones le pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada: «emendationem vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus» Que el Señor omnipotente y misericordioso nos conceda la enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia. De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se convierten en fuente de nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. -Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. -Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
»Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida».
Le pedimos al Señor que sepamos aprovechar
nuestra vida, a partir de ahora, del mejor de los modos: «Cuando recuerdes tu
vida pasada, pasada sin pena ni gloria, considera cuánto tiempo has perdido y
cómo lo puedes recuperar: con penitencia y con mayor entrega». Y, cuando algo nos
cueste, vendrá a nuestra mente alguno de estos pensamientos que nos mueva a la
mortificación generosa: «¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación,
petición, hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por
los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y mil motivos más».