Cuando Jesús sea levantado sobre
la cruz, se convertirá en la luz que ilumina al mundo y seremos muy necios si
no dejamos que su luz nos arranque de la oscuridad
A medida que nos acercamos a la Semana Santa, el drama de Jesús
se hace más patente en la Liturgia bajo imágenes diversas. En el Evangelio de
este cuarto domingo de Cuaresma, Jesús dice a Nicodemo que de la misma manera
que Moisés elevó a la serpiente de bronce en el desierto, «así tiene que ser
elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en él tenga vida eterna»
(Jn 3,14-15).
Esta elevación no es simbólica, como lo fue la serpiente de
bronce que Dios ordenó levantar como un estandarte para que los mordidos por
serpiente se curaran al mirarla. Jesús se refiere a que será «levantado» en la
cruz para salvar a los hombres. Hasta qué grado es puro realismo lo sabemos
cuando el Viernes Santo miremos al Crucificado.
Otra imagen que san Juan utiliza para describir
el drama de Cristo es la luz que ha brillado en las tinieblas. Ya en el prólogo
de su Evangelio, dice Juan que «la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no
lo recibió». Se refiere al Verbo hecho carne que es «la luz de los hombres». En
su diálogo con Nicodemo, de nuevo aparece este tema cuando Jesús le dice: «Este
es el juicio; que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a
la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la
luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el
que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están
hechas según Dios» (Jn 3,19-21).
El drama de Cristo —como decíamos— está
presentado bajo la imagen de la luz rechazada por las tinieblas. Su condena a
muerte fue, aparentemente, un triunfo de las tinieblas, de la noche que Judas
representaba en su corazón cuando salió del cenáculo. Digo aparentemente,
porque la luz de la resurrección desbarató para siempre el reino de las
tinieblas. Es el reino al que Dante hace referencia cuando comienza la Divina
Comedia con este terceto: «A la mitad del camino de nuestra vida/, me encontré
en una selva oscura/ porque había perdido la buena senda». Jesús ha venido a la
«selva oscura» para conducirnos a la luz. El hombre, herido por el pecado,
necesita la luz que le oriente por la buena senda. Jesús es al mismo tiempo la
luz y el camino. En él no hay posibilidad de perderse, si dejamos conducirnos
por él.
Es aquí donde reside, junto al drama de Cristo,
el del hombre que no se deja salvar porque prefiere la oscuridad. Se comprenden
así las palabras de Jesús a Nicodemo: «Este es el juicio: que la luz vino al
mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz». Es el hombre, por
tanto, el que dicta su veredicto sobre él mismo. Dios no le rechaza ni le
condena, porque quiere salvarlo, pero el hombre que se obstina en hacer obras
malas, injustas, producto de la oscuridad en la que vive, se adentra en la
selva oscura y ahonda aún más la herida del pecado que lleva en sí.
Por eso, es
propio del hombre esconderse para hacer el mal, no quiere que le vean la cara,
reconoce la fealdad de su acción, pero, en lugar de dejarse iluminar, de
acercarse a la luz para obrar rectamente, se esconde. Se escondieron Adán y Eva
al pecar; se escondió Caín cuando mató a su hermano Abel; se escondió David con
intrigas cuando adulteró con Betsabé y ordenó matar a su marido Urías; se
escondió Judas en la noche cuando traicionó a Cristo. Todos nos escondemos
cuando hacemos el mal, y nos avergonzamos tapándonos la cara cuando,
sorprendidos, se nos lleva a los tribunales. Reconocemos con ese ocultamiento
que rechazamos la luz y amamos las tinieblas.
Cuando Jesús sea levantado sobre la cruz, se
convertirá en la luz que ilumina al mundo y seremos muy necios si no dejamos
que su luz nos arranque de la oscuridad. Esto es la Pascua.
Obispo de Segovia.