Dominio público |
Todo esto sucedió para que se cumpliese el
oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a
luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios
con nosotros”». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le
había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mateo
1,18-24).
I. La Virginidad de María es un privilegio íntimamente unido al de la Maternidad divina, y armoniosamente relacionado con la Inmaculada Concepción y la Asunción gloriosa. María es la Reina de las vírgenes: “La dignidad virginal comenzó con la Madre de Dios” (SAN AGUSTÍN, Sermón 51). La renuncia al amor humano por Dios es una gracia divina que impulsa y anima a entregar el cuerpo y el alma al Señor con todas las posibilidades que el corazón posee.
Dios es entonces el único destinatario de
este amor que no se comparte. Es en Él donde el corazón encuentra su plenitud y
su perfección, sin que exista la mediación de un amor terreno. Entonces el
Señor concede un corazón más grande para querer en Él a todas las criaturas. La
vocación al celibato apostólico –por amor del Reino de los Cielos (Mateo 19,
12)- es una gracia especialísima de Dios y uno de los dones más grandes a su
Iglesia.
II. Para solteros y casados, la Virginidad de María es también una llamada a vivir con finura la santa pureza, indispensable para contemplar a Dios y para servir a nuestros hermanos los hombres. Es una virtud indispensable para ser contemplativos, aunque choca frontalmente con el ambiente materialista, y es incluso muy combatida.
El
Espíritu Santo ejerce una acción especial en el alma que vive con delicadeza la
castidad, y produce muchos frutos: agranda el corazón, da una alegría profunda,
posibilita el apostolado, fortalece el carácter, y nos hace más humanos, con
más capacidad de compadecernos de los problemas de los demás. En cambio la
impureza provoca insensibilidad en el corazón y egoísmo, además que facilita el
campo propicio para todos los vicios y deslealtades.
III. En este día podemos ofrecerle a la Virgen la entrega de nuestro corazón y una lucha más delicada en esta virtud de la santa pureza, tan grata a Dios y que tantos frutos produce en nuestra vida interior y en el apostolado. Con la ayuda de la gracia y los Sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, se puede vivir en todos los momentos y circunstancias de la vida. La santa pureza exige una conquista diaria, porque no se adquiere de una vez para siempre; y necesitamos una profunda humildad y sinceridad en la dirección espiritual. Llevamos este gran tesoro de la pureza en vasos de barro, inseguros y quebradizos, pero tenemos todas las armas para vencer. Al terminar nuestra oración, le pedimos a Santa María, que es la pureza inmaculada, -¡tota pulchra!- que nos ayude a vivir esta virtud con gran delicadeza.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.